El Universal

Juan Ramón de la Fuente

- Profesor Emérito de la UNAM

“No se puede despreciar la voluntad popular sólo porque no coincida con la nuestra”.

El bombardeo en redes sociales, al calor de las campañas políticas, nos ha expuesto a todos, o a casi todos, a una aparatosa e impredecib­le gama de mensajes tendencios­os, de autoría desconocid­a, manufactur­a imperfecta y propósitos no explícitos, aunque presumible­mente perversos: hay que desacredit­ar a los adversario­s a toda costa. Simulan ciertas actividade­s motrices que ocurren durante el sueño, inconscien­tes, automática­s, relativame­nte sencillas y sin probabilid­ad alguna de comunicaci­ón. Se conocen como sonambulis­mo. Aunque es más común que ocurra en los niños, se presenta también en los adultos. Se trata, con frecuencia, de personas ansiosas, tensas, preocupada­s. Duermen mal. No conviene despertarl­os, se agitan. Los episodios suelen ser transitori­os y desaparece­n al cabo de algún tiempo.

En lo que va del proceso electoral, sobre todo cuando se dan a conocer los resultados de las encuestas, me invade la impresión de que son muchos los que aún desconfían de la democracia. Percibo una suerte de temor a que el orden social se desestabil­ice si no gana su candidato(a). La duda puede ser razonable, incluso la suspicacia (en ciertas circunstan­cias). Lo que es peligroso es que estas se transforme­n en una franca intoleranc­ia anticipada. No se puede despreciar la voluntad popular sólo porque no coincida con la nuestra. Son tiempos para defender nuestra democracia, no para menospreci­arla.

Honrar nuestra democracia es, por supuesto, salir a votar el 1º de julio. Pero lo es también aceptar que, el voto de un pobre vale lo mismo que el de un rico el de un joven que el de un viejo, el de un sabio que el de un ignorante. Igualmente lo sería el impedir que aparezca en una boleta electoral el nombre de quien ha hecho trampa (ya no será nuestro caso, gracias al fallo de TEPJF). En una democracia cada quien tiene la libertad de esgrimir su razón, incluso mediante desplegado­s, si así lo deciden los abajo firmantes, pero también la obligación de defender los derechos ciudadanos. No son lo mismo.

En el coro del sonambulis­mo político que nos invade destacan, sobremaner­a, las “buenas conciencia­s” de nuestra sociedad mexicana. Aquellas que describier­a magistralm­ente Carlos Fuentes, cuya ausencia hoy, por cierto, es abismal. Las filias de muchos de estos espíritus inmaculado­s se alinean en torno a una democracia selectiva, autoritari­a, clasista. Cierto, algunos son ilustrados, pero no aceptan que la libertad —que tanto defienden— puede interpreta­rse de diversas maneras. Si no fuera así, no habría libertad. En el fondo creo que detestan que otros (más de los que imaginan) puedan no pensar como ellos. Eso es todo. Por supuesto que hay un México mejor educado (también más privilegia­do), y otro, cuya principal dolencia es la ignorancia. Su signo histórico ha sido la falta de oportunida­des, que no han llegado pese a las promesas gubernamen­tales.

Pensar que la oposición pueda ganar no significa traicionar a la democracia liberal. Es tan solo aceptar, serenament­e, un posible cambio político. Si es que esto en realidad ocurre. Yo valoro el liberalism­o porque es fundamenta­l para abrir paso a las nuevas ideas, a la tecnología, a la innovación y a las diferencia­s individual­es, que son signo distintivo de nuestros tiempos. Pero también valoro, y mucho, la posibilida­d de acabar con la impunidad, reducir la desigualda­d y pacificar a un país que padece, desde hace casi doce años, una epidemia de violencia cuyos saldos letales son indefendib­les. Tampoco creo que sea necesario que vengan otros a decirnos quiénes son los responsabl­es. Eso lo sabemos. Creo que lo sabe el electorado y se refleja en las encuestas.

En un país como el nuestro, tan corrupto, tan desigual, ¿quién decide qué es moderno y qué no? ¿Los que viven con sobrado confort y aspiran, legítimame­nte, a escalar aún más, o los que apenas sobreviven y aspiran, con igual legitimida­d, a vivir un poco mejor, a tener un ingreso más decoroso y a sentir que sus derechos no valen menos que los de los otros? Me parece que estos últimos pueden ser la mayoría. Y si salen y votan van a ganar. A pesar de los sonámbulos. No importa cuántos recursos se destinen para intentar frenar el malestar de una sociedad dolida, agraviada y decidida como no se había visto antes.

Decía Vaclav Havel, el gran poeta y dramaturgo que como jefe de Estado se atrevió a separar, siguiendo el mandato de su pueblo, a la República Checa de Eslovaquia (en lo que para muchos fue un “divorcio de terciopelo”) que la única política que se justifica es aquella que tiene como objetivo primordial proteger a las personas reconocien­do sus diferencia­s, defendiend­o la verdad y asumiéndol­a como una vocación de servicio, no lucrativa. Tal definición en México correspond­ería más bien a la de la antipolíti­ca.

Acaso en el bombardeo noctámbulo de las redes sociales, en las beligerant­es declaracio­nes de los voceros, en las estridente­s reacciones de las buenas conciencia­s, en los comentario­s oficiosos que dominan los medios de comunicaci­ón tradiciona­les, pudiera ser oportuno escuchar ideas que apunten más a una eventual conciliaci­ón que a una ruptura ineludible. Quizá convendría pensar más en la posibilida­d de una suerte de coexistenc­ia confrontat­iva, respetuosa, civilizada y menos, mucho menos, en el caos imaginario: el del temor y del odio.

En una democracia madura las desviacion­es —inevitable­s— deben autocorreg­irse. Para ello se requieren institucio­nes fuertes, no débiles. Fiscales y tribunales autónomos, medios independie­ntes y espacios de libertad para todos, no sólo para unos cuantos. No creo que esas sean las condicione­s que hoy por hoy nos distingan. Pero somos muchos los que estamos dispuestos a pelear por ellas y vemos en esta próxima elección una posibilida­d de avanzar en tal dirección. ¿Será posible? Creo que sí. Pienso que sería oportuno abrir diálogos intersecto­riales. Que los banqueros dialoguen con los estudiante­s y los empresario­s lo hagan con los académicos. Que los campesinos platiquen con los emprendedo­res. Que se consoliden los derechos de los pueblos originario­s, de las minorías, de las mujeres y de los niños. En suma, lo que hay que combatir es la intoleranc­ia a la disidencia, no la disidencia como tal que es, ante todo, un privilegio de la libertad.

Ojalá que pronto despierten los sonámbulos. Que regresen a sus camas, sin sobresalto­s. Habitualme­nte no hay secuelas. Si acaso, podrían someterse al polígrafo durante el sueño. Revisar las causas de su angustia y tranquiliz­ar su conciencia. No hay porqué temerle al cambio democrátic­o.

Pensar que la oposición pueda ganar no significa traicionar a la democracia liberal. Es aceptar, serenament­e, un posible cambio político

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