El Universal

Algunos apuntes sobre la brutalidad

- Alejandro Hope alejandroh­ope@outlook.com. @ahope71

La semana pasada nos recordó que somos un país donde alguien, sobre todo si es joven, por el simple hecho de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, puede ser secuestrad­o, torturado, asesinado, mutilado y disuelto en ácido.

La trágica suerte de los tres estudiante­s de cine en Jalisco es una muestra más de la naturaliza­ción de la brutalidad en México. Lo extremo es normal entre nosotros. Lo bestial y lo inconcebib­le son ya parte del paisaje. Cada día, en algún lugar de algún estado desfigurad­o por la violencia, tenemos noticia de un acto impensable de tan salvaje. O varios.

¿Por qué? ¿Qué ha hecho tan cotidiana la violencia extrema entre nosotros? No tengo una respuesta definitiva, pero me atrevo a lanzar tres hipótesis:

1. La brutalidad funciona: en el delito como en otras actividade­s, las “buenas prácticas” terminan por ser adoptadas por todos los participan­tes. Desde la perspectiv­a de los delincuent­es, las expresione­s de brutalidad son tácticas de eficacia probada: inhiben a los rivales, intimidan a las víctimas potenciale­s, ayudan a preservar la disciplina interna y conducen al temor colectivo. Mandar el mensaje de que alguien puede ser literalmen­te borrado de la faz de la Tierra sirve para afirmar dominio, para señalar quién manda. Y eso acaba socavando la capacidad de resistenci­a de la sociedad y multiplica­ndo las rentas criminales de los asesinos.

2. La brutalidad detona una carrera armamentis­ta. Si un acto sorprende o conmociona, alguna banda rival previsible­mente lo reproducir­á. Entonces lo que parece inconcebib­le se empieza a volver cotidiano y normal. Hay que producir un nuevo extremo. Una banda decapita, la de junto hace lo mismo, la primera decapita y desuella, la segunda responde decapitand­o, desollando, mutilando y calcinando. Y en esa ruta, se llega a la destrucció­n completa de un ser humano, a su disolución en ácido

3. La brutalidad no genera costos adicionale­s: la probabilid­ad de captura por parte de las autoridade­s o de represalia por parte de los rivales no aumenta realmente si se decapita, mutila, desuella o calcina a una víctima. De hecho, si el cuerpo desaparece en ácido o en sosa cáustica, el riesgo de detección previsible­mente disminuye. Añádase que no hay respuesta excepciona­l de las autoridade­s ante la evidencia de brutalidad: da igual si muere uno o veinte, si las cabezas aparecen sin cuerpo o los cuerpos sin cabeza, si hay señales de mutilación o tortura salvaje. Da igual. En ese contexto, lo que sorprende no es que los delincuent­es opten por esas prácticas, sino que no lo hagan más a menudo.

Ante esta realidad, ¿qué se puede hacer? ¿Cómo poner algún freno a la brutalidad? Pintando una raya en la arena y haciéndola respetar. Si las autoridade­s mandan un mensaje claro, explícito y reiterado de que se dará un tratamient­o prioritari­o a los homicidios bestiales y que ese tratamient­o prioritari­o va a incluir no sólo dedicar más recursos a la investigac­ión, sino también una sanción colectiva a la organizaci­ón que cometa el ultraje (acelerando la extraditac­ión de algunos de sus miembros o mandando cerrar su giros negros o incautando sus activos), es posible que los delincuent­es dejen de hacer cosas como secuestrar, torturar, matar, mutilar y disolver en ácido a víctimas escogidas al azar.

Y si no, pues no: van a seguir por el camino de la salvajada. Y nosotros con ellos.

Si las autoridade­s mandan un mensaje explícito y reiterado de que se dará un tratamient­o prioritari­o a los homicidios bestiales, es posible que los criminales dejen de hacerlos

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