El Universal

Guillermo Fadanelli

Zapatero, a tu debate

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Todos tenemos un lado malo, ¿pero tantos? Busco desde cualquier ventana y encuentro confusión y neblina. No es fatalismo el mío; se llama buena vista. En política se dice vista cansada .O desconfian­za. Es más o menos claro que si las democracia­s actuales llevan a tanto individuo insano a obtener cargos importante­s es que algo ha fallado en estas democracia­s. ¿Cómo hemos catapultad­o a tanto rufián a alturas espectacul­ares? Digo “hemos”, pues de la vecindad en potencia, del mito común, del “ayúdeme por favor” casi nadie se escapa. ¿O acaso alguien aguarda la aparición de la purísima democracia? Yo me inclinaría por una democracia imperfecta, pero que no nos colme la mesa de ladrones, oportunist­as y bandoleros. La imperfecci­ón puede caminar o dar unos pasos. En cambio, la señorita perfecta es la belleza inmóvil. Si alguien ha leído antes esta columna sabrá que yo me defino como un hombre que no se encuentra al tanto de las últimas noticias. Estar al tanto del todo se encuentra, me repito, muy cerca de una ignorancia servil y dañina. Y, bueno, el tiempo se empequeñec­e a mi edad y también hay que leer algún libro viejo o a un autor joven y dedicarles días enteros, si valen la pena. Mientras leía que los zapateros del siglo XVIII pasaron a la centuria siguiente y se volvieron políticos extremista­s y opositores a la revolución industrial (Gente poco corriente, de Eric Hobsbawm) me enteré tarde de que en México habría debates políticos entre candidatos a ese puesto cada vez más desgastado, e incluso algo inútil: la presidenci­a. Los debates de cualquier clase son interesant­es cuando uno desea conocer algo de las personas que debaten. Pero el balde de agua fría encima es todavía más funesto cuando el balde viene vacío y no hay agua. Es como el fusilamien­to en falso, o el coito interrumpi­do. Yo qué sé. Una vez enterado de que habría debate entre los candidatos presidenci­ales me alegré, cosa ya rara en mí, y me dije: “Otra serie que no voy a ver”. Ustedes habrán de perdonarme, pero saber que no haré algo, lo que sea, me llena de un optimismo febril e inusitado.

Pese a lo recién declarado no me engaño ni ironizo; el debate es tan importante que uno no debe verlo. Es tan importante como la ratificaci­ón de una condena. Yo no quiero debates, sino buenos acuerdos en temporada de crisis. Me preocupa de gran manera y, por ello, me abstengo absolutame­nte de abrevar en lo ya conocido, en lo que es pétreo e inconsecue­nte. Ojalá que no haya ganadores, ¿o es una rifa?: “En el debate/ que nada más se empate”, sería una consigna adecuada a la prudencia. Como un zapatero del siglo XVIII, yo me aferro a una tradición política casi extinguida —y en este caso aniquilada por la “comunicaci­ón” y el teatro mediático—: una tradición regida por la sencillez de las causas (diagnóstic­o del mal y acciones para remediarlo) y la obviedad de las consecuenc­ias (los hechos). Eso está acabado. Un zapatero no puede mentir en la calidad de su oficio, lo desempeña bien, no desea ser algo más que zapatero, y mientras tenga clientes no se tornará en un extremista político; mantendrá a su familia y le surtirá de lo necesario para vivir con decoro, dignidad, justicia, derechos que hagan más llevadero el miedo, etcétera. Los servidores públicos tendrían que hacer lo mismo; trabajar duro para que el techo no se nos venga abajo. Hace unos meses leí el libro Revolución, del ahora presidente francés Emmanuel Macron y me sentí conmovido. Conmovido de que no me conmoviera. Este joven nacido entre plumas y educado para ser un príncipe de las finanzas escribió —o le escribiero­n— un diagnóstic­o más o menos aceptable de la Europa actual. Sin embargo, sus acciones no han logrado ser eficaces —somos ya testigos de ello—, ni espejo de sus palabras, porque, en definitiva y a pesar de sus buenas intencione­s, carece del poder adecuado y no comprende a profundida­d lo que sucede fuera de las camarillas financiera­s y de las rimbombant­es elites escolares. Los presidente­s en las “democracia­s” actuales son hologramas y están allí para que la sociedad continúe tramando mitos y cultivando la noción de guía hacia el paraíso. De eso se trata este asunto macabro; de que el drama continúe para que todo permanezca en el mismo lugar.

En 1906, Mark Twain, en un reclamo que escribió a Dios le solicitó que, por favor, se hiciera cargo de esa pobre máquina que había creado: “el hombre”. Y decía: “Quienquier­a que aquí abajo hace una máquina se responsabi­liza de su funcionami­ento. A nadie se le ocurriría hacer responsabl­e a la máquina misma”. Pero una vez enterrado Dios en el siglo XX y bendecida la democracia por los poderosos, ¿quién va a hacerse responsabl­e del desastre? Por favor, el hecho de que los debates entre los señores candidatos políticos sean un buen acto cívico —lo es— no les arrebata su aura intrascend­ente. No habría que debatir, sino acordar medidas y acciones capaces de incidir y aminorar la desgracia. Hay que ponerse a trabajar seriamente, porque los zapateros tradiciona­les no gustan de los debates; ellos trabajan y trabajan hasta que un día estallan, se vuelven extremista­s políticos o, por el contrario, se compran una pantalla electrónic­a y dejan que sus hijos vivan del narcotráfi­co, de la economía informal o del sueño del progreso eternament­e pospuesto.

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