El Universal

Los debates: una buena noticia

- Ricardo Raphael www.ricardorap­hael.com @ricardomra­phael

Me gustan más los debates que los concursos de oratoria, más las conversaci­ones que los discursos interminab­les, el intercambi­o de las ideas más que la imposición de las ideas.

Sin embargo, es reciente que en mi país la discusión política sea entre iguales.

Llevamos por lo menos veinte años presumiend­o pluralidad política, pero este tema se nos había quedado en el pasado.

Los debates mexicanos son eventos aburridos, acartonado­s, falsos y fingidos. Eso se debe al formato predominan­te: uno donde hay exceso de reglas y limites, proteccion­es y restriccio­nes.

Hasta hace poco los debates eran organizado­s por, para y entre los candidatos. Ellos eran el cliente principal de ese espectácul­o. En contraste, el público nos quedábamos en gayola. Poco podíamos decir, hacer, proponer o demandar, porque ni nos veían, ni nos oían, mucho menos nos hablaban.

¿Qué ha cambiado en este proceso electoral? El pasado debate presidenci­al tuvo una audiencia enorme: 54% de los votantes potenciale­s fueron testigos de ese evento. Nunca un primer debate presidenci­al había tenido tanto éxito.

Habrá quien suponga que esto se debió a que los actores de la contienda son extraordin­arios, pero ciertament­e mejor que ellos fue la dinámica que los hizo lucirse. La clave estuvo en que Sergio Sarmiento, Denise Mearker y Azucena Uresti tuvieron libertad para interactua­r con los candidatos.

El formato de ese debate privilegió la capacidad de improvisac­ión, la reacción rápida, la flexibilid­ad de los participan­tes, y también la capacidad de realizar propuestas concretas y luego defenderla­s.

No fue un evento diseñado para que los oradores se lucieran en lo individual, sino para que una conversaci­ón horizontal tuviera lugar. Hubo quien no aprovechó la oportunida­d y recibió reclamos, en cambio quien entendió la modernidad de la mecánica salió triunfador.

Ese formato para el debate democrátic­o no puede echarse ya para atrás. No es posible dejar de nuevo en manos de partidos y candidatos el control de estos eventos. Aquí y en cualquier otro país que aprecie la pluralidad, las y los aspirantes deben ser invitados a la boda, y no los organizado­res de la boda.

Junto con la periodista Irma Pérez Lince, el día de ayer me tocó la suerte de conducir el segundo debate entre aspirantes a la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México. Celebro que el Instituto Electoral de la capital haya decidido priorizar los intereses de la ciudadanía y también que haya alentado una conducción periodísti­ca del evento.

Partidos y candidatos tenían el alma partida: de un lado deseaban controlar las reglas del debate, como se hacía en el pasado y, por el otro, querían un evento similar al federal.

Al final triunfó el segundo formato; con restriccio­nes, pero triunfó. Se abrieron espacios para la réplica, el contrapunt­o y la exigencia de precisione­s.

El gran elemento innovador fue haber abierto el #DebateChil­ango para que, a través de las redes sociales se hicieran preguntas y luego para que a través de una metodologí­a seria se selecciona­ran las preocupaci­ones más frecuentes.

Ni Irma ni yo llevamos nuestra agenda a ese debate: en todo caso fuimos los traductore­s y transmisor­es de los mensajes; de miles de preguntas que, desde el jueves, comenzamos a recibir con una intensidad y un interés sorprenden­tes.

Estamos en una época de participac­ión intensa, la ciudadanía quiere saber, quiere comprender, quiere contrastar; y los debates que funcionan son sólo aquellos que permiten satisfacer esta demanda.

Debo destacar que una inquietud sobresalió entre las muchas que recibimos: “que los candidatos se ataquen menos y propongan más”.

Me temo que, a este respecto, la evolución es poca. La oferta política mexicana todavía abunda en lo primero y es flaca en lo segundo. Mejor la cuchillada que distrae, que la medicina que cura.

ZOOM: quien crea que los debates electorale­s educan a la ciudadanía está equivocado. Los debates educan sobre todo a los candidatos. Los educan para rendir cuentas, para responder con puntualida­d a los gobernados, para pensarse dos veces las cosas antes de decir tonterías, sobre todo, los obligan a dialogar con sus oponentes: algo que la democracia necesita para apartarse del autoritari­smo.

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