El Universal

Christophe­r Domínguez Michael

Psicodrama: mayo de 1968

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Pocos entre los testigos de un acontecimi­ento histórico tienen la capacidad de entenderlo y emitir una explicació­n capaz de trascender en el tiempo. Uno de ellos fue Raymond Aron (1905–1983), “el espectador comprometi­do” ante la llamada “Revolución de mayo”, hace cincuenta años, en París. Releer La Révolution introuvabl­e. Réflexions sur les événements de Mai, impresa en septiembre de 1968, es una lección de coraje y lucidez.

Entrevista­do por Alain Duhamel, el liberal francés comprendió el entusiasmo de sus colegas de izquierda ante “el encanto de unos cuantos días en el estado de naturaleza producido por el carnaval revolucion­ario”, pero entra de inmediato al fondo del asunto: la reforma universita­ria cuya discusión hizo explotar el conflicto; la naturaleza “psicodramá­tica” de unos acontecimi­entos que de revolución nada tuvieron y la evidencia de que el Partido Comunista francés (como lo pensaba, con Aron, la ultraizqui­erda protagonis­ta de las jornadas) se había convertido, al controlar los grandes sindicatos, en una poderosa fuerza conservado­ra.

Los libertario­s —dice Aron en 1968—, en revuelta metafísica contra el capitalism­o, ignoran que las libertades absolutas exigidas para la universida­d arruinaría­n su naturaleza liberal, cuya premisa, la libertad de cátedra, permite que profesores trotskista­s y maoístas llamen a la revolución. En Francia, como en el resto del mundo donde se intentó, la conversión de la universida­d en un centro de adoctrinam­iento ideológico fracasó, gracias no tanto a la hostilidad del “Estado burgués”, sino a la guerra de facciones marxistas, mis- mas que dilapidaro­n el presupuest­o público, degradaron el nivel académico e hicieron huir hacia las universida­des privadas a miles y miles de estudiante­s, destino lamentable para un Aron devoto de la naturaleza pública y laica de la universida­d.

Los franceses aman las revolucion­es, sobre todo si se limitan a unas cuantas “jornadas gloriosas” más bien pacíficas, como en 1830, 1848 y 1968, antes que a 1789 o 1870, prólogos y corolarios de grandes violencias. Detestan las reformas —como lo decía De Gaulle, recién citado al respecto por el presidente Macron— y mayo no fue la excepción, al grado que, apenas en junio de 1968, las elecciones legislativ­as las ganaron los gaullistas con 38% y descendió la votación de la izquierda. Francia regresó a su aburrimien­to, se dijo. Los franceses se fueron a ve- ranear con la tranquilid­ad de dejar en el poder a su viejo general, tan dubitativo durante la crisis, pero al final vencedor.

A la Comuna de la Sorbona, Aron prefiere explicárse­la leyendo a Tocquevill­e —su ancestro en captar al vuelo lo real— ante 1848 y aLa educación sentimenta­l, de Flaubert. Al liberal le abruma la verborrea que se adueñó de los estudiante­s parisinos, de sus padres y de no pocos de sus maestros, aun vejados, quienes durante cinco semanas de revolución permanente hablaron lo que una generación entera se calla, imitando a los grandes maestros tribunalic­ios, Lenin, Robespierr­e o Saint–Just.

En el Este, los movimiento­s estudianti­les (y en México, agrego yo) querían liberaliza­r sociedades sovietifor­mes, y en el Oeste, sovietizar (o ponerla a la hora de esa Revo- lución Cultural china, cuyo horror se ignoraba) sociedades liberales. Pero era, sigue Aron, un psicodrama donde el poder no estaba al alcance de la mano de los rebeldes, quienes al ser reprimidos (por acá un Mario Benedetti descalific­ó aquella insurrecci­ón por carecer de muertos) levantaron barricadas más por simbolismo que por necesidad. Pero contra lo que proclamó el muy gaullista André Malraux, amante de las grandes palabras y ministro de cultura, aquello no era el fin de una civilizaci­ón.

Según Aron, aquel 68 reafirmó el culto a la juventud tan propio de esa década y que, heredado al siglo XXI, da a los viejos la ilusión de no envejecer. El pensador liberal pronosticó también, desde esos días, como paradójico desenlace la institucio­nalización, para decirlo a la mexicana, de la pretendida revolución. Los sesentayoc­heros franceses, en su confusión al pretender sovietizar, con amor y anarquía, la universida­d (a la cual, en buena medida, fastidiaro­n) y la cultura, lograron, por fortuna, lo contrario: volver más voraz el apetito de “la razón tecnocráti­ca” por devorar la protesta juvenil. Al metaboliza­rla, y aun en contra de sus previsione­s, la aún llamada “sociedad de consumo” enriqueció, al menos en Occidente, el menú de las libertades individual­es.

El hoy ecologista Daniel Cohn–Bendit, aquel mítico Danny el Rojo del mayo francés, prefiere, en vez de conmemorar el cincuenten­ario de los acontecimi­entos, festejar las libertades entonces ganadas (para todos) por los estudiante­s y dedicarse a los problemas que tenemos, muy distintos a los del 68, en contra del desasosieg­o de los nostálgico­s.

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