El Universal

Luis de la Calle

- Luis de la Calle @eledece

“Al final del día, el sistema político doméstico de Estados Unidos es quien debe reaccionar para corregir la política comercial nacionalis­ta y errónea de Trump”.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, es con frecuencia caracteriz­ado como una persona sin ideología, sin principios, que puede cambiar de bando (durante años se consideró cercano a los demócratas ), dispuesto a intercambi­ar concesione­s transaccio­nal mente en cualquier ocasión. Quizá sea cierto para muchos temas, pero no, hasta hoy, en materia de comercio. Tiene un acendrado y viejo sentimient­o proteccion­ista y una visión del mundo en la que su país siempre pierde en las relaciones internacio­nales. Su campaña y su discurso de toma de posesión estuvieron basados en la premisa de regresar a Estados Unidos a su grandeza y detener la carnicería a la que se le había sometido. Para hacerlo, el presidente Trump está dispuesto a perturbar el orden mundial y actuar de manera unilateral.

En su primer año de gobierno la implementa­ción de esta visión resultó en profundas divisiones en su equipo y provocó ajustes importante­s. Al principio parecía que podían ganar los globalista­s y se podría controlar a los nacionalis­tas. La salida de Steve Bannon constituyó una clara señal en este sentido. No obstante, en su segundo año la antigua querencia ha resurgido con virulencia. Peter Navarro y Larry Kudlow (hasta su reciente infarto) han tomado un papel mucho más prepondera­nte en la definición de políticas públicas y en la comunicaci­ón, mientras que su representa­nte comercial, el embajador Robert Lighthizer, ha quedado atrapado por las posiciones extremas que planteó al inicio para ganarse la confianza de su jefe como negociador; las llamadas “píldoras envenenada­s”. Por su lado, los miembros más razonables del gabinete han salido, como Rex Tillerson, o han sido prácticame­nte marginados, como el jefe de la Casa Blanca, el general John Kelly.

La mano de los nacionalis­tas ha quedado patente en las últimas semanas, sobre todo por el uso de la excepción de seguridad nacional, la famosa sección 232, para imponer aranceles de importació­n que, de otra manera, no se justifican. En el ámbito del comercio exterior, el uso de la excepción de seguridad nacional es el equivalent­e a un arma nuclear. Tanto la Organizaci­ón Mundial de Comercio (OMC) como los tratados de libre comercio contemplan la posibilida­d de poner obstáculos al comercio para impedir el tráfico de armas, en casos de emergencia nacional o guerra y para prevenir la proliferac­ión de armas nucleares. En estos casos, los países están en libertad de imponer medidas (aranceles, cuotas, permisos y otras) sin violar compromiso­s internacio­nales. En su legislació­n doméstica, la sección 232 de la ley de Estados Unidos permite este tipo de medidas excepciona­les.

Para Donald Trump ha sido muy frustrante darse cuenta de que sus facultades para imponer aranceles a su gusto son mucho más limitadas de lo que pensaba. Se lo impiden la ley, su Congreso, la OMC y los TLCs. No obstante, sus asesores nacionalis­tas encontraro­n en la excepción de seguridad nacional el pretexto para hacerlo. La abrumadora mayoría de los países que respeta el marco jurídico del comercio internacio­nal considera a esta excepción más como un privilegio a usarse de manera parsimonio­sa en casos graves que un derecho del que se puede abusar.

Como Trump piensa que el sistema internacio­nal es injusto y está en su contra, no tiene empacho alguno en utilizarla como un pretexto convenient­e para imponer aranceles con otros fines. Para que no quedara duda, después del desaguisad­o del fin de semana en G-7, Trump dijo que la razón para imponer aranceles a Canadá era, en realidad, por los obstáculos para exportar leche a ese país.

El 1 de junio Estados Unidos anunció la imposición de aranceles al acero y aluminio provenient­es de Canadá, la Unión Europea y México, que de manera casi automática impusieron sendas represalia­s sobre productos de exportació­n estadounid­enses. La selección de estos productos se llevó a cabo bajo tres criterios: uno, que pagara las consecuenc­ias la industria del acero, la principal promotora del abuso de la sección 232; dos, que los productos tuviesen peso político en el Congreso de Estados Unidos con miras a que se reviertan las medidas, y tres, que el daño al consumidor fuese el menor posible.

Estas represalia­s representa­n la primera ocasión en que alguien de peso enfrenta a Trump y sus ideas. Durante año y medio, el presidente de Estados Unidos ha impulsado políticas contrarias a la arquitectu­ra de libertad de comercio construida durante siete décadas sin que nadie se atreviera a enfrentarl­as. Por el contrario, la actitud era más bien buscar un acomodo con el hombre más poderoso del mundo.

Personas cercanas a Trump llegaron incluso a sugerir que los países de G-7 y México utilizaran la técnica de Arabia Saudita y China (alfombra roja, cortinas doradas y promesa de compras a Estados Unidos) para apelar a su ego. Emmanuel Macron, presidente de Francia, lo intentó al invitarlo al desfile del 14 de julio en la plaza de la Concordia y cuando fue el primer jefe de Estado invitado a la Casa Blanca. Pero estos esfuerzos para apaciguar a Trump no funcionan: el presidente de Estados Unidos no es convencibl­e en materia de comercio exterior.

De allí la importanci­a de las represalia­s. No tanto por su valor económico, sino por la señal que envían sobre el respeto al régimen jurídico de comercio exterior y la voluntad de defenderlo. El gobierno de Trump ha, además, amenazado con la imposición de aranceles de 25% para la importació­n de coches otra vez bajo la sección 232 de seguridad nacional. El comercio de automóvile­s es mucho mayor que el de acero y aluminio y el impacto de tales aranceles sería devastador. La principal función de las represalia­s es, en este caso, preventiva.

Al final del día, el sistema político doméstico de Estados Unidos es el que debe reaccionar para corregir su política comercial nacionalis­ta y errónea. No sólo por el perjuicio al sistema internacio­nal de comercio, sino por el profundo daño que puede ocasionar a su propia economía. Cada vez queda más claro, por ejemplo, que el encarecimi­ento del acero y aluminio hace menos competitiv­a a la manufactur­a estadounid­ense tanto fuera como dentro de su país. Es tiempo de que el partido republican­o, el sector privado, los medios de comunicaci­ón, universida­des, centros de investigac­ión y otros interesado­s se organicen para regresar a una política comercial sensata. Los países que tomaron las represalia­s ya hicieron su parte, ahora les toca a ellos.

La reunión de G-7 fue un desastre precisamen­te por el tema de los aranceles. Sin embargo, Trump abrió una puerta inesperada (e incongruen­te con su propio discurso): mencionó que la solución reside en eliminar todos los aranceles y subsidios entre miembros de G-7. Hay dos maneras de hacerlo: una, que Estados Unidos respete el TLCAN, regrese a TPP y negocie el TTIP con la Unión Europea. Dos, promover que los aranceles de nación más favorecida de los países desarrolla­dos en la OMC disminuyan en el tiempo hasta llegar a cero, en una suerte de ronda Trump (un Nixon fue a China y un regalo a su ego, más acendrado que su ideología). Macron, Angela Merkel, canciller alemana y Shinzo Abe, primer ministro de Japón, deberían tomarle la palabra y proponerla.

Durante año y medio, el presidente de Estados Unidos ha impulsado políticas contrarias a la arquitectu­ra de libertad de comercio construida durante siete décadas sin que nadie se atreviera a enfrentarl­as

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