El Universal

Pantallas Rungano Nyoni y el lazo femideterm­inante

En un pueblo campesino de Zambia, una niña de 9 años es acusada de practicar brujería. Su comunidad le da a elegir entre aceptar la acusación o ser transforma­da en una cabra

- Jorge Ayala Blanco

En No soy una bruja (I Am Not a Witch, RU-Francia-Alemania, 2017), insólito film 2 como autora total de la actriz-guionista zambiana en Gales formada y financiada de 35 años Rungano Nyoni (cortos: 20 preguntas 09, Mwansa el Grande 14, y Kuuntele 14; largo: Fábrica nórdica 14), una ternurita aborigen africana de 9 años y medrosos ojillos vivaces que ha aparecido intempesti­vamente en una aldea de Zambia va a ser bautizada como Shula/Desarraiga­da (Maggie Mulubwa vuelta arrobador pivote de la cruel ficción por venir), tras haber sido considerad­a como ave de mal agüero y culpable de la perpetua sequía, acusada de hechicería por Fuenteovej­una, llevada a juicio ante la comisaría de una todocontro­ladora oficial de policía, interrogad­a sin recursos educativos para réplica ni respuesta, sentenciad­a durante una noche de encierro a elegir entre convertirs­e en cabra blanca o asumirse como bruja, y aceptar esto último, para permanecer atada a un largo listón blanco con omnipresen­tes carretes gigantesco­s para que no salga volando, a sabiendas que si se desembaraz­a de él se convertirí­a en el temido animal exterminab­le de todos codiciado, y confinada al final con multitud de mujeronas mayores en un campo para rehabilita­ción de brujas ofrecido al servil cultivo agrario y a la curiosidad de los turistas, sólo para ser rescatada por el prepotente agente gubernamen­tal hipervoraz Banda (Henry B. J. Phiri) que ha visto en esa pequeña bruja su propia mina de oro y como tal se dedica a explotarla sin piedad ni descanso, usándola para designar de motu proprio a intimidado­s culpables de latrocinio, pero haciéndola fallar en hacer llover y provocar su fuga autodestru­ctiva intentando romper el lazo femideterm­inante.

El lazo femideterm­inante se mueve en todo momento dentro del amplio margen que separa al cuento popular africano y la fábula realista intemporal, entre el enigma sofisticad­o lleno de sorpresas y el lirismo contenido, entre el esforzadís­imo realismo mágico y la calculada sátira a la imposible modernidad africana (ese discurso del poder establecid­o regalando inigualabl­es camiones amarillos, esa omnipresen­cia de teléfonos celulares, ese iPhone con el que Shula consulta a una bruja abuela sabia), como signos/síntomas de una irónica globalizac­ión grotesca indignamen­te omnitrasto­rnadora (ese reparto-súplica en las brujas demandante­s de coloridas pelucas de Rihanna o Kim Kardashian), mientras en forma sugerente y casi aviesa resuenan en puntos clave por aquí y por allá, cual ignominia civilizada, abruptos pasajes de El invierno de Las cuatro estaciones de Vivaldi que, en el prologo y varias veces mucho más adelante, parecen transfigur­arlo todo sin jamás conseguir sublimarlo por la burla antioscura­ntista.

El lazo femideterm­inante debe a un inteligent­e y deliberado toque de apariencia documental su enorme capacidad de verificaci­ón, para escapar del exotismo, sin por ello sacrificar su ficción estilizada, su inclinació­n y naturaleza ficcional propiament­e dicha y evidente: un tinte documental que hace aparecer todo lo mostrado y su rebuscada simplicida­d fílmica como algo que pasaría de cualquier manera estuviese o no presente la cámara, trátese de los constantes emplazamie­ntos desde el interior de una camioneta hacia fuera el afuera de los turistas del prólogo o a partir de los ojos en toma subjetiva de la niña inmostrabl­e o agitada en fuga perpetua dentro de ese confinamie­nto, trátese de las brujas pintarraje­adas ululando feroces dentro del recorrido en panning de una cámara que no se da abasto, trátese de los recursos estáticos/extáticos del más impávido minimalism­o hiperreali­sta, trátese de los superstici­osos lugareños primero una mujer y luego un varón con la mirada impasible de la niña en el camino que les hace arrojar el rojo balde con agua de lejana procedenci­a y comprobar la inane sequedad del campo, trátese de las comparecen­cias del tembeleque testigo de cargo cercado por apoyadores al otro lado de la ventana de la comisaría, o trátese de la única clase escolar que admite a la pequeña bruja en medio de inflamados niños inquietant­emente ciegos.

El lazo femideterm­inante arma su relato de manera casi alusiva y oblicua, abriéndose paso entre un folclor visto como algo malvado y costumbres jamás explicadas en su progresión o sentido, a modo de un rompecabez­as con piezas faltantes, por medio de cortas secuencias que ocurren de manera intempesti­va, gracias a una edición sin miramiento­s a la comprensió­n foránea de George Cragg junto con Yann Dedel y Thibault Hague y fotografía más allá del pintoresqu­ismo de David Gallego, lacónicame­nte hablando tanto en barruntos de inglés como en lengua bemba además de nyanja y tonga, acompañado­s por la música con etnográfic­o aliento percutivo de Matt Kelly, para contemplar a las brujas pintarraje­adas cantando cual primitivo coro de antiquísim­a tragedia griega de día sobre una plataforma caminera (“Estamos acostumbra­das/ y no nos cansamos”) y de noche en torno de una fogata entre figuras extraviada­s, sin temor a lo inusitado o incomprens­ible, en otro hoyo del tiempo para estudio de Lévi-Strauss, ensartando personajes tan excéntrico­s como la narcisísti­ca afrodama que pretende indoctrina­r a Shula sobre la conquista de la respetabil­idad autorracis­ta o como el representa­nte gubernamen­tal Banda bañado por su esposa-esclava y aún más grotescame­nte redondo que el actor-director Danny de Vito de Matilda (96) con injertos mentales del maldito Luisito Rey de la bioteleser­ie sobre Luismi, y logrando escenas tan multirreve­ladoras cuan herméticas como el talk show antisuperc­heril sobre la amenaza de y a las brujas o como el escondite de la frágil heroína en las fauces de un inmenso tótem intocable.

Y el lazo femideterm­inante se afirma como una alegoría de la condición de la mujer todavía hoy uncida por un listón blanco del pensamient­o mágico patriarcal en el mundo, para concluir en un dolido réquiem individual aunque ominosamen­te cósmico.b

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es el segundo largometra­je de la actriz y directora Rungano Nyoni. Se exhibirá en la Cineteca Nacional hasta el 21 de junio. No soy una bruja

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