El Universal

Guillermo Fadanelli

Voces

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Es imposible dejar de compararse con los demás”, me dijo (¿ella, él, una voz?). “Entonces siempre serás infeliz”, le dije (¿yo, una voz?). Y no contento con esa respuesta, añadí: “Ruega para que algún día no tengas que elegir entre tu salud y tu felicidad. Tarde o temprano eso sucederá y entonces creerás que eres un ser desgraciad­o”. “¿Qué quiere decir tarde o temprano?”, preguntó (ella, una voz, él?). “Tarde o temprano quiere decir AHORA. Sólo un necio pregunta algo así”, dijo mi voz. “¿Tus argumentos son deductivos o inductivos?”, me cuestionó la voz que, de pronto se había puesto filosófica. “No sé —he contestado yo, ¿o la voz?—, pues mira, yo sólo hablo, hablo y hablo y no espero que se me comprenda, no sé de premisas, ni de hipótesis, aunque quizás puedo decir qué tamales están buenos o no. Mis palabras son mi tumba y mi resurrecci­ón, no espero que sean comprendid­as; sólo un inocente aguarda a ser comprendid­o. Si lo que camina tiene un sentido es porque es incomprens­ible y para asimilarlo le inventamos juegos y razones. ¿No es la incapacida­d de transmitir el miedo más profundo y verdadero lo que nos hace estar solos?” “Tus paradojas otra vez —dice ¿la voz, él, ella?—: si te demuestro que estás diciendo idioteces estoy otorgándol­e validez a tus paradojas; a mí no me engañas”. Y así continuaro­n las voces dentro de mi cabeza, ¿cómo es posible que se me tome siquiera en cuenta? Alguien que escucha voces, además impertinen­tes e incontrola­bles dentro de su cabeza es que ha perdido algo. Lo presiente; sabe que ese “algo” ya no volverá. Y sufre. Las mismas voces no logran acordar entre sí ni en los problemas o asuntos más sencillos. “El enfermo —dice la voz (¿mía, de él, de ello?)— no sabe que su enfermedad no está en su cuerpo, sino que se entromete como una hetaira arrabalera en la mente de quienes aman a ese enfermo. Y allí llevan a cabo sus orgías, su destrucció­n, su lento suicidio.” “En compañía se hace todo tan anodino”, dice la mujer zurda en voz de Peter Handke. Sí, sí, estar acompañado se vuelve vano porque uno debe saber estar solo y evitar desear la fama y el reconocimi­ento. ¿De quién?. Y le pregunto a los famosos: “¿No se avergüenza­n de querer ser mirados y ensalzados por los demás? ¿Por qué buscan el aplauso de los espectros?” Sólo los enfermos viven realmente y uno, sano, fuerte, se ha muerto, ya no está, ¡caput!, se ha ido. Los enfermos viven rodeados de muertos, ¿No se percatan de ello? No, y ello a pesar de que la enfermedad es una especie de iluminació­n. Todos debemos pasar por ello. A Bukowski no le gustaban las multitudes, él perdía allí la energía que otros recogen para su propio beneficio. Podía fingir, pero a cierta edad fingir es un golpe que pierde su efecto. A Bukowski estar tirado en cama, no contestar el teléfono, beber y rascarse los sobacos. A otros, en cambio, les agrada el vuelo de ángeles sobre las multitudes, las iglesias poéticas, el himno litúrgico, el canto celestial de las manadas. Y Philippe Sollers (¿su voz, mi voz en la suya, ambos?): “Lo que yo demuestro es que todo el mundo es creyente, para no tener que creer”. Philippe tenía razón; qué comodidad la de los creyentes, qué impunidad y holgazaner­ía. Los no creyentes cargan piedras y enfermos; los creyentes llevan migajas en sus bolsillos. El filósofo griego y cínico, Peregrino, se inmola en Olimpia para dar muestras de su valor ante la muerte y confundirs­e con el elemento divino y así imitar a Heracles. Después Luciano gritaba que se había incendiado para hacerse notar, a causa de mal gusto y para ganar un poco de fama. ¿Cuáles son mis fuentes? Mis voces. Caray, ¿por qué mis voces cuentan estas cosas sin citar siquiera a sus fuentes? Hoy cualquiera se incendia para hacerse notar, y ni siquiera es cínico, ni filósofo, ni ser que pueda extrañarse. Y ni fuentes tiene, sólo charcos. Qué repugnante y anodina resulta ser la fama en el erial humano. Sólo el anonimato es apreciable, la dulzura que emana el don nadie. En fin; ojalá nunca tengan que elegir entre la salud y la felicidad. Y si tarde o temprano deben hacerlo, mis voces les sugieren que elijan la primera dada la extraña coincidenc­ia de la felicidad. Elijan, si pueden, la salud (aunque sufran) y esperen a que un enfermo les tome la mano para que, entonces sí, todo termine donde debe terminar, en el tarde o temprano; en las voces que no descubren sus fuentes; en la triste e incontenib­le escritura.

Qué repugnante y anodina resulta ser la fama en el erial humano. Sólo el anonimato es apreciable, la dulzura que emana el don nadie. En fin; ojalá nunca tengan que elegir entre la salud y la felicidad.

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