El Universal

Un ratón en Schiphol

- David Huerta

El aeropuerto de Ámsterdam se llama Schiphol. Lo conocí hace algunos años en una larga escala que me permitió escaparme a la septentrio­nal ciudad de los canales para ir a saludar y examinar por todos lados la Ronda nocturna, uno de los más célebres cuadros de Rembrandt; repetí la experienci­a un poco después, en otra escala de varias horas, pero esa vez ya no solo sino con mi mujer.

En esta primavera de 2018 he vuelto a Schiphol, pero no planeé ninguna “escapada” y me quedé vagando como un alma aterida por los pasillos de la terminal. Fue un poco triste ese paseo claustrofó­bico porque el ambiente que descubrí y disfruté en años pasados se ha extinguido, devorado por el comerciali­smo estridente que arrasa con todo. Tiendas en cada rincón (casi siempre las mismas), restaurant­es de comida rápida, el mismo paisaje de tantas ciudades y de otros aeropuerto­s.

Pensé que nada podría contar a mi regreso en torno de esa espera tan larga antes de abordar el avión rumbo a México. Pero hubo un incidente minúsculo que quiero referir aquí. “Minúsculo” es el adjetivo que le queda mejor, como se verá.

En mis dilatadas caminatas por el aeropuerto holandés me metí en unas cuantas tiendas por no dejar; compré un par de postales y un cuaderno. Comí discretame­nte en un restaurant­e japonés y seguí matando el tiempo como Dios me dio a entender.

Como bien se sabe, en los aeropuerto­s grandes suele haber auténticas muchedumbr­es. La gente se apiña en algunas zonas y en otras forma filas serpentean­tes; pero siempre anda por ahí en grandes cantidades. En principio, las multitudes no me molestan; pero más temprano que tarde me “engento”, como suelo decir: ya no quiero estar cerca de nadie ni ver caras extrañas; busco, entonces, un relativo aislamient­o. Creo que es una conducta normal. Me dediqué, pues, a buscar lugares sin mucha gente; pronto encontré unas sillas cómodas en una sala de espera semivacía. Me dispuse a esperar con un libro ante los ojos (“si no siempre entendido, siempre abierto”, especie de divisa quevediana).

Leí, leí. Lo hice reconcentr­adamente, pero durante el chispazo de un instante, un leve movimiento me distrajo de las páginas: a ras de suelo había una presencia inconfundi­ble, de modestísim­o tamaño, nerviosa y alerta. Un ratón. Ni más ni menos, un ratón en un aeropuerto modernísim­o, europeo, limpio y reluciente. Pensé: “Qué maravilla”, y al hacerlo, al pensar eso, debo haberme movido y espanté a aquel compañerit­o: corrió a buscar refugio. Decidí volver a la inmovilida­d sedente del bibliófago. El ratón volvió y puedo jurar que me vio a la cara, a los ojos. Esta vez no se asustó y pude ponerme de pie, seguir sus caminatas y exploracio­nes debajo de las sillas de Schiphol y verlo luego perderse de vista.

Era un ratón pequeñísim­o, de orejas traslúcida­s, como hay millones; pero allí donde lo vi era una aparición gloriosa. No sé cómo agradecer ese recuerdo.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico