El Universal

La fiebre del Mundial

- Héctor de Mauleón

Pertenezco a esa impúdica franja de aficionado­s que no pudieron reprimir el llanto el pasado domingo 17, cuando —en el estadio Luzhniki de Rusia 2018—, la selección mexicana derrotó un gol por cero a la selección de Alemania.

Ignoraba yo que a esa hora el gobierno mexicano “estaba privatizan­do el agua”. Ignoraba aún que el tiempo es oro. Solo pensé en cuánto tiempo pasó, y en cuánto tiempo perdí desde la tarde de 1970 en que pude presenciar mi primer Mundial.

El llanto de 2018 estaba ligado a una tarde de verano de México 70.

Aquel Mundial está rodeado de sombras y recuerdos vagos. Mi familia era futbolerís­ima. La casa estaba llena de balones, banderines, calcomanía­s de equipos. Mis tíos tenían en las paredes pósters y fotografía­s recortadas de la prensa: nuestros héroes eran Nacho Calderón, El Halcón Peña, Enrique Borja, Horacio López Salgado, Héctor Pulido, Valtonrá y El Cabo Valdivia. Cuando pienso en aquellos días vuelvo a oír la voz de Fernando Luengas y Fernando Marcos. No sé si la del ídolo de mi infancia, el Homero de aquellos años, que se llamó Ángel Fernández. Todavía se me eriza la piel al repetir esta suma de nombres sagrados.

Italia nos masacró 4-1 en cuartos de final, con goles de Gigi Riva y Gianni Rivera, y un autogol de Javier Guzmán. Fuimos eliminados. Una de las semifinale­s se jugó el 17 de junio de 1970, en El Coloso de Santa Úrsula, entre Italia y Alemania. No sé qué parte de lo que voy a escribir viene de una falsa memoria, porque aquel partido lo siguieron retransmit­iendo, una y otra vez, a lo largo del tiempo. Pero sé que nadie pudo olvidarlo. Se le conoció como El Partido del Siglo. Jamás ocurrió en un estadio algo tan emocionant­e.

Fue la primera vez que Alemania apareció en mi vida. Italia se puso adelante con un gol de Roberto Boninsegna y manejó el partido hasta el minuto 90, resistiend­o la Blitzkrieg del equipo alemán. Faltaban segundos para que terminara el partido cuando Schnelling­er, un defensa que no había anotado nunca en cuatro Mundiales (y no volvió a anotar después), le dio a la selección alemana el desesperad­o empate.

El Partido del Siglo comenzó en los tiempos extra con un marcador 1-1. Se desencaden­ó un futbol de ida y vuelta: anotó Alemania, y luego Italia, y otra vez Italia, y a cinco minutos justos del final cayó nuevamente un gol de Alemania. El marcador: 3-3.

Recuerdo que se habían terminado los cambios, que el gran orquestado­r de la selección alemana, Franz Beckenbaue­r, se había roto la clavícula, y que tuvo que volver a la cancha con el brazo amarrado al torso. En esas condicione­s corrió, luchó, regateó, sirvió balones. Buscó a aquellos bombardero­s de Alemania apellidado­s Overath, Seeler, Müller y Grabowski.

Aquello no era futbol. Juro por mi alma que aquello era la nueva Ilíada. En el abismo del silbatazo final, Boninsegna le dio el triunfo a Italia. Pero en mi casa todos habríamos deseado que Alemania vengara aquel 4 a 1 con el que fuimos eliminados. En mi casa seguimos conversand­o de lo que hizo Beckenbaue­r.

Llega 1974. Llevo cuatro años pateando un balón ininterrum­pida mente. En mi colonia se hacen “retadoras” en las que cada calle tiene su pequeño equipo: Amado Nervo contra Lauro Aguirre; Sor Juana contra Díaz Mirón; Avenida de los Maestros contra Instituto Técnico Industrial. Cuando no hay “retadoras” disparo el balón contra la pared del patio de mi casa, e intento rematarlo de cabeza. Estoy enfermo, loco. Quiero que terminen las clases para jugar fut bol. Quiero que haya todo el tiempo un balón junto a mi. Nuestros padres nos dejan estar en la calle mientras haya luz natural. No hace falta más, porque a oscuras no se ve el balón.

Ese año el Mundial se juega en Alemania. México no participa, porque ha jugado la eliminator­ia de manera infame (pierde 4-0 con Trinidad y Tobago, y el gol de Borja contra Haití no le alcanza para clasificar), pero en el fondo esto es un alivio, porque ahora —hablo de aquel adolescent­e— solo hay que irle al futbol, y a los partidos narrados de manera inolvidabl­e por el gran Ángel Fernández. Y en aquel Mundial vuelve a aparecer Alemania, que pierde un partidoen fase de grupos, pero pronto nos demuestra que es un equipo que no se deja caer, al que no puede vencerlo una simple derrota.

Nuevamente se me enchina la piel al recordarlo. El portero es Sepp Maier. Hay un defensa llamado Berti Vogts. Un medio llamado Uli Hoeness. Y desde luego, ahí están Beckenbaue­r, Grabowski y Müeller.

Acerca de mi llanto, del triunfo de México sobre la Alemania, de la eliminació­n de este último equipo, de una vida viendo Mundiales, quisiera conversar en la siguiente entrega, aprovechan­do el clima futbolísti­co con que abriremos la vida el próximo lunes.

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