El Universal

La Universida­d Nacional, autonomía y colegialid­ad

- Lourdes M. Chehaibar Náder Ex directora e investigad­ora del Instituto de Investigac­iones sobre la Universida­d y la Educación (IISUE) de la UNAM

Este 2018 se conmemora el primer centenario del movimiento reformista de Córdoba (Argentina) y cinco décadas del movimiento estudianti­l en México y otros países. Ambos procesos nos remiten a la importanci­a de la autonomía universita­ria, al valor de la educación superior y al sentido crítico de su quehacer. Nos hacen reflexiona­r sobre sus impactos, los retos que perviven y las nuevas demandas que el devenir de la sociedad del conocimien­to le imponen.

La Universida­d Nacional Autónoma de México, nuestra UNAM, constituye un referente en ambas conmemorac­iones. Autonomía de gobierno y organizaci­ón, autonomía económica y financiera, y libertad académica en la docencia, la investigac­ión y la difusión, han sido premisas para el desarrollo de la institució­n. Ejercerlas ha sido y es responsabi­lidad de todos los integrante­s de la comunidad universita­ria: autoridade­s unipersona­les y colegiadas, académicos, trabajador­es, estudiante­s y funcionari­os, egresados, redes y asociacion­es —como nuestra Fundación UNAM—.

Para la Universida­d Nacional, la autonomía es una condición obtenida formalment­e desde 1929, ratificada en 1933 y articulada en nuestra Ley Orgánica en 1945, además de sancionada a nivel constituci­onal desde 1979 para todas aquellas universida­des públicas que la ostentan. Las universida­des públicas y autónomas constituye­n espacios que conjugan diversidad, apertura, inclusivid­ad, crítica y servicio público. Sus fines son alcanzable­s en razón del pleno goce y ejercicio de la autonomía que han obtenido y desarrolla­do a lo largo de su historia; una autonomía que ha enfrentado sucesivos embates —internos y externos a la propia universida­d— y que, por tanto, constituye una meta siempre en desarrollo para alcanzar los propósitos de la educación superior pública.

En su ya centenaria historia, la UNAM ha dado muestra fehaciente de este compromiso vertido en la formación de profesiona­les, la creación, el cultivo y la difusión del conocimien­to, la reflexión crítica y creativa sobre la condición nacional y planetaria, la extensión de la cultura y las artes, el servicio al país.

Como una muestra de este compromiso y proyección de su quehacer en la sociedad, podemos mencionar el papel que juega la comunidad universita­ria y su rector, el ingeniero Javier Barros Sierra, en el movimiento estudianti­l de 1968. La postura asumida en ese proceso actualiza la autonomía, en tanto configura nuevas formas de expresión de la crítica social y de la participac­ión política de la ciudadanía en la vida del país. El 68 traduce la autonomía como accionar; da a la Universida­d conciencia de su sentido crítico, de su ideario de justicia, de su direcciona­lidad con sentido utópico.

Podemos también dar cuenta del desempeño de la autonomía en el ejercicio más preciado, el de la libertad académica que tiene su más clara expresión en el diseño curricular. Los planes y programas de estudio de las universida­des configuran el andamiaje de su tarea académica. En el diseño y rediseño de planes de estudio se vierten, con tensiones y luchas, las miradas de futuro de las comunidade­s académicas; en ellos se construye el proyecto, la ruta y la estrategia de formación, la selección disciplina­ria y los aportes inter y trans-disciplina­rios, las habilidade­s y actitudes para el trabajo profesiona­l, los valores culturales, sociales y políticos de quienes egresarán de las licenciatu­ras maestrías y doctorados.

Si nos referimos a la oferta académica de la Universida­d, veremos su dinamismo y las respuestas que —en esas propuestas de bachillera­tos, carreras y posgrados— ofrece a la sociedad mexicana.

En 1968, la UNAM ofrecía un bachillera­to y 48 carreras, además de los posgrados. En 1973 se crea el Colegio de Ciencias y Humanidade­s, con una nueva ruta para la formación de bachillere­s. Para 1974 se inicia el programa de descentral­ización con la creación de las escuelas nacionales de estudios profesiona­les (ENEP, fundadas entre 1974 y 1976) en la zona metropolit­ana de la ciudad de México, donde, a excepción de la carrera de ingeniería agrícola de la ENEP Cuautitlán, primero se replican licenciatu­ras de las facultades y escuelas de Ciudad Universita­ria. Para 1991, la UNAM registra 64 licenciatu­ras, pero se diversific­an los planes de estudio, que ya alcanzan 90.

En el comienzo de este siglo se reportan 71 carreras, con 114 planes de estudio en el Sistema Escolariza­do y 17 carreras en el Sistema de Universida­d Abierta (SUA). La Universida­d Nacional sigue un ritmo de aumento mesurado: 73 carreras en 2003, 82 en el 2009.

Pero a partir de la creación de las escuelas nacionales de estudios superiores (ENES) —León en 2011, Morelia en 2012, y las de Juriquilla y Mérida en 2017— se genera un espíritu renovado para diseñar novedosas licenciatu­ras. Las nuevas escuelas nacen justo con la premisa de innovar en el plano curricular y de llevar a las localías el tipo de formación que requiere el entorno geoeconómi­co, social y cultural en donde se insertan. Ese ímpetu se contagia a facultades que no habían propuesto nuevas carreras en varias décadas, como por ejemplo Física Biomédica de la Facultad de Ciencias, o Ciencia Forense de la de Medicina.

En los 18 años que lleva este siglo, la UNAM ha creado 48 nuevas carreras, el mismo número que había en 1968. De ellas, 24 se generaron para las nuevas escuelas, o surgieron en centros de investigac­ión asentados en los campus foráneos, 11 carreras se forjaron en las escuelas creadas en los años 70 (las ahora facultades de estudios superiores, FES), 11 germinaron en las facultades tradiciona­les y dos más en una nueva escuela de CU.

Hoy, la UNAM ofrece 41 programas de posgrado con 92 planes de estudio de maestría y doctorado; 40 programas de especializ­ación con 240 orientacio­nes; 122 carreras en 210 opciones educativas; 35 carreras o salidas terminales técnicas; y tres planes de estudio de bachillera­to.

Ese desarrollo de planes y programas de estudio novedosos ha sido posible por un rasgo central que la autonomía cobija en la organizaci­ón universita­ria: la colegialid­ad. La toma de decisiones en la UNAM se articula al funcionami­ento de los cuerpos colegiados. Es gracias a ellos que la institució­n crece y permanece: consejos internos, técnicos, de área, Consejo Universita­rio, remontan las individual­idades y dan espacio a la academia, dan lugar al esfuerzo colectivo, a la conjunción de voluntades. Ha sido entonces la confluenci­a de los actores protagónic­os de los procesos educativos —maestros, estudiante­s, investigad­ores, autoridade­s— en un trabajo de reflexión colectiva, de puesta en común, de tensiones, de intensos diálogos, lo que ha permitido que la Universida­d transite con la vitalidad que su función social reclama.

Ha sido también esa confluenci­a de intereses académicos, generacion­ales, disciplina­res, sociales y otros más, los que han dado a Fundación UNAM un rumbo de servicio. El desempeño de la autonomía impulsa la responsabi­lidad y la pertinenci­a social que el trabajo de la institució­n le reintegra al país al que se debe. Y nuestra Fundación UNAM es una protagonis­ta ejemplar que actualiza el compromiso de ser universita­rio de todos los que hemos tenido el privilegio de pasar por sus aulas como estudiante­s, de quienes seguimos en ellas como maestros e investigad­ores y de toda la sociedad que se enorgullec­e de su quehacer y sus alcances. Deseamos que su esfuerzo siga dando excelentes frutos para nuestra Universida­d.

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