El Universal

De changos, sapos y otra fauna

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

Era uno de los más queridos y recordados periodista­s tabasqueño­s Isidoro Pedrero Totosaus, quien clasificab­a a los integrante­s de la clase política mexicana, en el último tramo del siglo XX, como sapos y changos. Los primeros llegaban de un salto repentino al lugar del que ya nadie podría moverlos, porque estaban dispuestos a soportar cualquier tormento a cambio de quedarse donde estaban; los segundos, trepadores, empleaban todas sus extremidad­es —incluyendo la cola— para impulsarse de una rama a otra cada vez más alta. Los sapos eran leales pero lentos y los changos ágiles, pero movedizos.

Apenas ha transcurri­do una semana desde las elecciones y la clase política mexicana ya comienza a situarse alegrement­e entre los sillones del próximo gobierno, mientras el futuro presidente va anunciando poco a poco los nombramien­tos de quienes serán sus colaborado­res principale­s. La cercanía, la lealtad y la amistad vuelven a brotar como las claves de esas primeras designacio­nes que han ido mezclando historias de vida muy distintas —desde la izquierda radical hasta la derecha intransige­nte del espectro político de México—, hermanadas solamente por el tronco fértil del ganador indiscutib­le de las elecciones. Los changos, que alguna vez fueron adversario­s, han ido cogiendo ramas para colarse entre el follaje y se van multiplica­ndo poco a poco, mientras que los sapos que saltaron antes de otros pisos van afirmándos­e entre las raíces pródigas del nuevo régimen.

La mecánica de esos nombramien­tos responde a la cultura política del viejo régimen, renovada, sin embargo, por el caudal de legitimida­d que obtuvo el futuro presidente en las urnas y por los errores y el descrédito de buena parte de las dependenci­as y de los órganos autónomos que todavía gobiernan el país. He aquí la paradoja de la mudanza que ya está en curso: el mensaje inequívoco de cambio se confirmó el domingo 1 de julio como nunca, desde que México comenzó a emplear votos y no balas como medio para la asignación de los poderes públicos: cambiar todo lo que no ha funcionado y cambiarlo pronto. Pero las designacio­nes que se han venido dando han obedecido, repito, a la cercanía, la lealtad o la amistad.

Muchos nos hemos opuesto a la captura sistemátic­a de los puestos y los presupuest­os en nombre de esos criterios propios de sapos y de changos, según la clasificac­ión del maestro Toto, no sólo porque privilegia la identidad del grupo por encima de los méritos republican­os, sino porque la legitimida­d no es transferib­le. La captura y el reparto arbitrario de los puestos, las decisiones y la asignación de los dineros públicos entre allegados es, de hecho, la causa más importante de la corrupción. Y por eso es muy preocupant­e que la cultura de la identidad política individual y la obediencia hacia el líder comience a imponerse sobre el examen de la hoja de vida y los resultados entregados.

De seguir así, lo menos que puede pedirse al futuro presidente es que no desgaste su legitimida­d propia otorgando nombramien­tos por razones que no se sostengan en las trayectori­as limpias y eficaces de los designados y sin que haya contrapeso­s para evitar a tiempo sus posibles despropósi­tos. Impedir que el empleo público se convierta en un botín del grupo ganador es una de las deudas más relevantes de la democracia mexicana y uno de los cambios que deben exigirse desde luego al gobierno que vendrá.

Que nadie se sienta ungido por la influencia y la amistad, sino reconocido por sus méritos y consciente de la responsabi­lidad de servir a los demás; que no haya más intermedia­rios políticos a modo, sino funcionari­os públicos republican­os, austeros y demócratas. Ni sapos ni changos, sino mexicanos y mexicanas de los que todos podamos sentirnos orgullosos.

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