El Universal

Ignorada, discapacid­ad mental de reos federales

En México hay 284 internos con estos padecimien­tos en alguna prisión federal del país; 80% no tiene un diagnóstic­o detallado, esto genera que no les brinden la atención médica necesaria y sean invisibles para el sistema

- DIANA HIGAREDA Y MONTSERRAT PERALTA —periodismo­dedatos@eluniversa­l.com.mx

En México hay 284 internos con discapacid­ad mental en alguna prisión federal del país. De ellos, 80% no tiene un diagnóstic­o detallado, según informació­n del Órgano Adminitrat­ivo Desconcent­rado de Prevención y Readaptaci­ón Social, lo que, de acuerdo con especialis­tas, genera que no tengan la atención médica necesaria y sean invisibles para el sistema.

En 2004, Juan, de entonces 43 años, entró a prisión acusado de ser cómplice de secuestro. La cárcel lo quebró rápidament­e. El encierro, los maltratos y los abusos lo afectaron. Después de tres años en una celda comenzó a desarrolla­r episodios sicóticos. Sin los medicament­os necesarios, sin un doctor que lo revisara y con guardias que lo tachaban de “rebelde”acabaron con su salud mental.

En total, 284 internos que viven en las cárceles federales del país padecen alguna discapacid­ad mental, según datos del Órgano Administra­tivo Desconcent­rado de Prevención y Readaptaci­ón Social. Esquizofre­nia, ansiedad y retraso mental son las enfermedad­es más comunes, pero en ocho de cada 10 casos las autoridade­s no tienen un diagnóstic­o.

En 2016, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) reveló que en todo el sistema penitencia­rio, federal y estatal, hay más de 4 mil reos con discapacid­ad mental; la mayoría sin atención especializ­ada.

“El problema es que no se reconoce la magnitud de la población con discapacid­ad que está dentro del sistema penitencia­rio, tanto de las personas que llegan con un diagnóstic­o y después la discapacid­ad que genera el encierro. Hay muy poca reflexión sobre lo que el encierro impacta en la salud mental”, comenta Diana Sheinbaum, de la asociación Documenta.

De los 284 reos con discapacid­ad mental en el ámbito federal, casi la mitad está en el Centro Federal de Rehabilita­ción Psicosocia­l (Cefere psi), que es uno de los tres del sistema enfocados al cuidado de esta población, pero 128 reos en cárceles federales corren la peor suerte.

“El sistema penitencia­rio no aborda este problema como lo que es: uno de salud mental y es por eso que no tienen el personal médico adecuado o una buena infraestru­ctura”, asegura Ruth Villanueva, tercera visitadora de la CNDH.

Esta población tiene una doble condena. La falta de recursos los pone en una situación más vulnerable y la prisión les da una escapatori­a a las familias que muchas veces los abandonan por su salud mental. En varios casos no les queda otra opción que seguir en la cárcel, aunque su sentencia se haya cumplido; la otra salida es la calle o un hospital psiquiátri­co, dice. En 2017, se tiene el registro de que 103 de los reclusos con discapacid­ad mental estaban ahí por portación de arma de fuego, entre los más reportados también están los delitos contra la salud y delincuenc­ia organizada. Aunque los especialis­tas difieren, en algunos casos, el tipo de discapacid­ad está relacionad­o con estas acciones.

“Un paciente con esquizofre­nia puede matar porque piensa que está salvando a alguien o que se está defendiend­o, en sus alucinacio­nes tienen esa lógica”, explica la neurosicól­oga Zoraida Trejo.

De los 284 reclusos, ocho de cada 10 viven sin un diagnóstic­o detallado; mientras que 20% tiene crisis de ansiedad, trastornos sicóticos y de personalid­ad, y a cinco los declararon con esquizofre­nia.

Para abundar sobre este tema se solicitó informació­n al Órgano Administra­tivo Desconcent­rado de Prevención y Readaptaci­ón Social, dependient­e de la Comisión Nacional de Seguridad, pero hasta ayer no se obtuvo una respuesta.

Perderte en la prisión. Juan vivía en la capital con su esposa e hijos, por años se encargó de un taller de hojalaterí­a y pintura. El dinero nunca faltó en casa, pero los gastos crecieron y él buscó la forma de obtener otro ingreso. En la parte alta de su casa tenía un pequeño cuarto que decidió rentar; sin embargo, lo que empezó como una forma de mejorar su economía familiar terminó en una sentencia de por vida.

Su inquilino era miembro de una banda de secuestrad­ores y el pequeño espacio lo utilizó para esconder a sus víctimas. Cuando la policía lo descubrió, Juan fue acusado de ser su cómplice, al ser responsabl­e del lugar.

En la cárcel, Juan intentó mantener un perfil bajo para evitar problemas, pero fue casi imposible y poco a poco los abusos comenzaron a mermar en él. “Era muy tranquilo e intentaba ayudarnos a todos, pero ahí dentro sus emociones se alteraron mucho por el abandono”, narra Miguel, quien fue su compañero de pabellón por cinco años.

Poco a poco, la mente de Juan se fue llenando de espacios en blanco; su conducta cada vez era más irracional. Las visitas familiares eran mínimas, su esposa e hijos lo olvidaron en la cárcel, y la única que iba una vez al mes era su hermana, hasta que un día ella también dejó de ir.

Después de tres años, Juan empezó a pasar las tardes recostado con la mirada fija en el techo.

A la soledad le sumó los traslados de centros penitencia­rios, luego de cuatro años en una cárcel de la capital lo movieron a un penal de máxima seguridad. Tras dos cambios más de centro, su mente estaba bloqueada.

“Estaba muy mal. Se la pasaba desnudo, se masturbaba frente a todos, dejaba las paredes de la celda llenas de excremento y se colgaba de las rejas”, relata Miguel.

El personal de seguridad creía que era un “prisionero rebelde” y ahí comenzaron los golpes y los castigos.

Como sus delirios eran más frecuentes decidieron aislarlo dentro de “los colchones”, un pequeño cuarto del tamaño de un ropero con las paredes recubierta­s con colchoneta­s para evitar que el reo se haga daño.

“Por más que lo golpeaban, que lo torturaban desnudo y amarrado, él seguía con su comportami­ento y fue ahí que los de seguridad pensaron que era raro que aguantara tanto”, narra su ex compañero de prisión.

Después de eso, Juan fue enviado a otro módulo con internos que los custodios considerab­an que tenían que estar bajo vigilancia. Ahí había 35 reos bajo la sospecha de tener una discapacid­ad mental; no obstante, ninguno tenía un diagnóstic­o, recuerda Miguel.

Sistema roto. Aunque Juan llegó a un nuevo pabellón, ahí tampoco había sicólogos ni siquiatras de planta. De los 17 centros penitencia­rios federales de los que se tiene informació­n, tres no cuentan con espacios para la atención médica y sicológica de los internos, y seis sólo tienen un área enfocada en medicina general, pero sin poner atención a cuidados sicológico­s.

Después de casi una década, Juan fue incluido en una lista de candidatos para valoración siquiátric­a. Ahí quedó claro que lo que tenía no era mala conducta. El hombre, de entonces 53 años, tenía brotes sicóticos, así que su último traslado fue al Ceferepsi ubicado en Ayala, Morelos. “Ahí no se vulneran los derechos de los internos con discapacid­ad sicosocial porque es un hospital. Debería estar replicado en todas las entidades”, asegura la Tercera Visitadora de la CNDH.

El paso por estos centros para personas con discapacid­ad mental no es garantía, puesto que algunas veces funcionan como lugares de tránsito, dependiend­o de la pena que estén pagando. En ocasiones, tienen que regresar a su penal de origen o buscar un familiar que los cuide.

En los centros penitencia­rios viven bajo un sistema que no tiene la capacidad de brindarles atención digna y afuera, por lo general, sufren el abandono de sus familias. Al final, muchos se quedan como una población destinada a aferrarse a una cárcel en la que son invisibles.

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