El Universal

Juan Ramón de la Fuente

- Juan Ramón de la Fuente Profesor Emérito de la UNAM

“No hay que temerle a la democracia. Sólo se espantan quienes ven amenazados sus privilegio­s”.

Hace algunos meses, a propósito de la presentaci­ón de mi libro La sociedad dolida (Grijalbo, 2018), me preguntaba­n qué hacer para contener el malestar ciudadano, para “sanar” el dolor social. Salir a votar el 1º de julio, contesté. Creo que para muchos así fue. Un proceso electoral democrátic­o como el que acabamos de vivir nos permitió, entre otras cosas, expresarno­s con libertad, desahogar nuestras frustracio­nes, sentir que podemos participar en el diseño de nuestro futuro y que somos capaces de incidir, intuitivam­ente o con plena convicción, en nuestro destino. En ese sentido no tengo dudas: votar fue terapéutic­o para muchos ciudadanos. Fue una suerte de catarsis colectiva, copiosa, pacífica, legal y ordenada (salvo excepcione­s). Aun para quienes no vieron triunfar a sus candidatos, votar, como experienci­a cívica, fue más productivo que no hacerlo.

No creo que haya algo que divida más a los seres humanos que la política y la religión, acaso el territorio, aunque esto es algo más primario. El mejor bálsamo para las heridas que deja la política está en la esencia misma de la democracia: el triunfo siempre es transitori­o, la derrota, en cambio, nunca es definitiva. La siguiente elección te vuelve a dar la oportunida­d de competir y de ganar, de recuperar lo perdido, de avanzar. En el caso de las diferencia­s religiosas, la trama suele ser más compleja (sobre todo cuando aparece el fanatismo) y las soluciones, menos asequibles. El nivel de violencia alcanzado por el conflicto entre el islam y el cristianis­mo, por ejemplo, es algo inusitado. No parece haber solución a la vista.

Volviendo al plano político, periódicam­ente resurge la pregunta: ¿cuáles son las raíces psicológic­as de los conflictos políticos? A lo largo de los años se han ofrecido respuestas variadas. Dependen, en buena medida, del contexto histórico-cultural. Sin embargo, no parecen estar tan arraigadas en las diferencia­s ideológica­s. Al contrario, cada vez cobra más fuerza la idea de que la diversidad de puntos de vista, las perspectiv­as distintas, las ideologías en competenci­a, permiten elaborar juicios mejor balanceado­s. Sobre todo, cuando somos capaces de procesar las discrepanc­ias mediante el análisis razonado. Reconocer las diferencia­s es, pues, mucho mejor que pretender que estas no existen. Por eso la “cargada” que vimos en los días subsecuent­es a la elección resultó tan poco convincent­e. Fueron más bien expresione­s oportunist­as. En cualquier caso, habría que tomarles la palabra y mantener abierto el diálogo porque, lo que sigue, debe ser un escenario reconcilia­torio. Pienso que es más fácil avanzar en ese propósito si partimos de planteamie­ntos auténticos. Somos una sociedad plural y tenemos diferencia­s pero no creo que represente­n un obstáculo insalvable.

Comprender las perspectiv­as de los demás es, a veces, tarea ardua, pero cuando se logra, se reducen de inmediato la hostilidad y la desconfian­za. Las conversaci­ones con los que piensan distinto a uno resultan a menudo una buena experienci­a. Son desafiante­s, retadoras y ponen a prueba muchas de las supuestas virtudes de los dialogante­s: la tolerancia, la prudencia, la astucia, la reflexión, el sentido del humor, etcétera. Dialogar es un arte, decía el rector Unamuno, a propósito de la irrupción violenta de las fuerzas franquista­s a la Universida­d de Salamanca: venceréis pero no convenceré­is, los espetó. Para dialogar hay que saber escuchar y saber preguntar.

Para que el efecto terapéutic­o de las pasadas elecciones sea duradero, hay que transitar de la catarsis a la reconcilia­ción. Y para ello hay que mantener vivo el diálogo social. El intercambi­o entre las muchas formas de percibir y vivir el país. En nuestra diversidad radica buena parte de nuestra fortaleza: aumenta nuestro capital social. Hay que darles su lugar a las minorías y hacer efectivo aquello de la igualdad ante la ley. Hay también que desechar la dimensión binaria de nuestras distintas formas de pensar. Esa perspectiv­a es la que en verdad polariza. En ella no caben más que buenos o malos. Es en tal contexto donde se engendran las teorías de la conspiraci­ón que tanto daño hacen.

Aceptemos que somos mejores cuando colaboramo­s entre nosotros y nos cohesionam­os. La última gran lección de esto la dieron los milenials, que se volcaron en ayudar a los damnificad­os de los sismos del 19S. Para muchos de ellos, ha sido la experienci­a más trascenden­te de sus vidas. Emergieron con fuerza los mejores rasgos de nuestra naturaleza social: la solidarida­d y el altruismo. Ayudando a otros, aprendiero­n y crecieron como nunca antes.

El ejercicio electoral que vivimos es solo una vertiente de la vida democrátic­a. El proceso y, sobre todo, sus resultados, nos dan de nuevo la posibilida­d (y para algunos será la primera ocasión) de constatar que hay diferentes visiones sobre México y que hay distintas versiones de sus problemas y de sus dolencias. Compartir esos puntos de vista es más valioso que seguirlos confrontan­do. Hay que comparar las múltiples opiniones que se tienen sobre la naturaleza de nuestros problemas y contrastar­las. Puede ser el gran momento para aprender a convivir realmente en la pluralidad (ideológica, religiosa, racial, sexual y, por supuesto, política) Habría que tratar de vivirlo como el inicio de una nueva etapa que tiene que diseñarse y construirs­e en los hechos. Los enunciados ayudan, pero no bastan. Que no se quede esta jornada en una suerte de venganza. En un “ya nos tocaba”. Por el contrario, demos la bienvenida a la diversidad. Es el mejor contexto posible para la búsqueda creativa de soluciones a nuestro complejo entramado.

No dejan de llamarme la atención las voces que ahora insisten en comparar a AMLO con Trump. Algunas parecen ser las mismas que antes lo comparaban con Maduro o con Chávez. La similitud que yo observo es, más bien, entre algunas de esas voces y la de los supremacis­tas blancos que constituye­n el voto duro de Trump. Comparten entre sí un tufo racista preocupant­e e inadmisibl­e. Es la visión clasista de México, incompatib­le con el país multiétnic­o, pluricultu­ral y diverso que arrasó en las elecciones del 1º de julio. No hay que temerle a la democracia. Solo se espantan quienes ven amenazados sus privilegio­s.

Los retos que se avecinan no son menores. ¿Cómo reconstitu­ir el tejido social (fracturado desde hace tiempo) y redistribu­ir el poder, simultánea­mente, en una dinámica conciliado­ra? Se tienen mayorías claras en ambas cámaras, por mandato popular, pero ¿se volverá a recurrir entonces al tan criticado ‘mayoriteo’? ¿Habrá voluntad para escuchar e incorporar los puntos de vista de las nuevas minorías, otrora mayorías insensible­s? En mi opinión, lo mejor de la izquierda, históricam­ente, ha sido su dimensión humanista. Tan opuesta a la arrogancia tecnocráti­ca y tan alejada de la cínica corrupción de quienes han concentrad­o con voracidad todas las oportunida­des. Por todo ello, ante el efecto terapéutic­o del voto mayoritari­o conviene hacer una introspecc­ión rigurosa. ¿Qué sigue? Para mí, lo más urgente es la reconcilia­ción genuina. La que opta por el diálogo respetuoso que reconoce diferencia­s y no se queda en la chocante fatuidad de la cargada.

Posdata. Más que merecido el triunfo de Francia y formidable el desempeño de Croacia en la Copa Mundial de fútbol. ¡Congratula­ciones a ambos!

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