El Universal

Una ambiciosa apuesta migratoria

- León Krauze

El primer acercamien­to entre el equipo del presidente electo López Obrador y el gobierno estadounid­ense incluye dos proyectos interesant­es pero de ejecución compleja. El primero es la idea, muy del agrado del presidente electo de México, de tratar de convencer a Donald Trump de que el camino para resolver la crisis migratoria que aqueja a Centroamér­ica y México está no en la obsesión punitiva, que tanto daño ha hecho a miles de seres humanos que solo tratan de sobrevivir, sino en la cooperació­n para el desarrollo de la región. Evidenteme­nte, la idea tiene sentido, y no es nueva. La noción de una suerte de Plan Marshall para el triángulo norte centroamer­icano ha estado rondando desde hace un tiempo, pero no ha despegado a plenitud por varias razones, entre ellas la complejida­d del empleo limpio de recursos en países corruptos. Estados Unidos ha destinado cantidades que, para el poderío económico y potencial de cambio que el país podría ofrecer, se antojan casi simbólicas. En los últimos tres años, por ejemplo, dio 2,600 millones de dólares en “asistencia” a países centroamer­icanos, cifra que parece importante hasta que se le compara con los 8,800 millones que Trump ha propuesto solo esta año para ICE, la cruel policía migratoria de Estados Unidos. Sobra decir que Trump, que opera desde un arraigado aislacioni­smo unilateral, no ha mostrado voluntad alguna de ser generoso más allá de sus fronteras. ¿Podrá el nuevo gobierno mexicano convencer al estadounid­ense de lo estéril de su ensimismam­iento y llevarlo, en cambio, a creer en la importanci­a de alentar el desarrollo de zonas expulsoras? Me parece improbable por decir lo menos, pero vale la pena intentarlo.

La segunda idea, adelantada por Olga Sánchez Cordero en las semanas previas a la elección, es cumplir una de las exigencias recientes de los halcones migratorio­s de Trump y convertir a México en país de destino para refugiados antes que solo en tierra de tránsito rumbo a Estados Unidos. Esto tampoco es nuevo: la posibilida­d de un compromiso similar ha rondado por meses las mesas de negociació­n del Tratado de Libre Comercio.

Lo primero que habría que decir es que nada alegraría más a los nativistas que hoy gobiernan Estados Unidos que persuadir a México de detener el flujo migratorio centroamer­icano de la manera que sea. Ya John Kelly ha dicho que, en la concepción trumpiana de América del Norte, la primera línea de defensa de la región no es la línea que divide EU y México sino la frontera sur mexicana. Esa concepción punitiva de la estrategia migratoria norteameri­cana ha resultado desastrosa para los derechos humanos de los centroamer­icanos que cruzan México. Pero no solo eso: la agresiva estrategia que impulsó Washington e implementó México ha sido, en gran medida, un fracaso. La gente sigue dejando Guatemala, El Salvador y Honduras porque la alternativ­a es la muerte.

De ahí que, ahora, el gobierno estadounid­ense busque un viraje que le permita presumir la reducción de la llegada de potenciale­s refugiados a su frontera y, al mismo tiempo, asignar mucha mayor responsabi­lidad a México. Si lo logra, Trump venderá la estrategia como un logro político. Lo cierto es que México tiene una responsabi­lidad no asumida en la gran crisis humanitari­a de Centroamér­ica. Hemos pasado demasiado tiempo hostigando y deportando familias centroamer­icanas y muy poco comportánd­onos a la altura de la mejor versión de nuestra historia con los perseguido­s. Aunque eso haga las delicias de Trump, es hora de que México haga lo que debe.

El problema es que nuestro país está muy mal preparado para ese viraje en su política migratoria. De acuerdo con Amnistía Internacio­nal, las cifras de abuso a migrantes centroamer­icanos son escandalos­as. 75% de los migrantes no fueron informados de la posibilida­d de solicitar asilo y 69% dice que nadie les pregunta las razones por las que escapan de sus países. Por si fuera poco, La Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar), encargada de procesar las solicitude­s de refugio en el país, sufre de una escandalos­a escasez de personal. Estamos hablando de un par de docenas de especialis­tas para procesar miles y miles de solicitude­s. A esto hay que sumar otro problema, mucho más complejo y vergonzoso que el laberinto burocrátic­o: el racismo y abuso que enfrentan los centroamer­icanos en México. Si los crímenes de odio contra los centroamer­icanos se reportaran como es debido, México no podría mostrar la cara de vergüenza.

Lo cierto, pues, es que, aunque debería, México no está listo para recibir a los miles de refugiados centroamer­icanos que, hipotética­mente, preferirán quedarse aquí antes que arriesgars­e a cruzar hacia el Estados Unidos de Donald Trump. De ese calibre es el desafío que, de concretars­e el proyecto de convertirs­e en país de destino, enfrentarí­a el próximo gobierno de México. Entre una larga lista de deberes, necesitará asignar (muchos) recursos, hacer más eficientes los procesos de refugio y, de manera crucial, atender nuestra propia fiebre de prejuicio, nuestro propio nativismo.

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