El Universal

Técnicos y tecnócrata­s

- Por JOSÉ RAMÓN COSSÍO DÍAZ Ministro de la SCJN. Miembro de El Colegio Nacional. @JRCossio

Adiario contamos con explicacio­nes de los resultados electorale­s. De entre todos los esfuerzos, hay varios que consideran que la tecnocraci­a tuvo que ver con ellos. Se quiere mostrar que cierta forma de ejercer el poder alienó a la política y la desvinculó de la sociedad. Que quienes han gobernado, no comprendie­ron la realidad más allá de sus modelos económicos y que la obsesión por ordenar el mundo les impidió ver carencias, cambios y todo aquello que no tenía cabida en sus prediseñad­as lógicas.

No hay duda que desde hace décadas el mundo se ajustó a un nuevo modo de conducir los fenómenos sociales. Al neoliberal­ismo. A una forma de ordenar el mundo económico y social a partir de las tesis de Hayek y Friedman, los esfuerzos políticos de Thatcher y Reagan y las prédicas resumidas por Williamson como “Consenso de Washington”. México se insertó en la globalidad, avanzó en ella como pudo, sacó ventajas de su geografía y acomodó parte de su quehacer político al modelo imperante. Realmente no sabemos en qué medida este proceder fue dominado por el neoliberal­ismo. Existen elementos para suponer qué sucedió en algunas áreas (competenci­a económica, transaccio­nes financiera­s o comercio exterior) y no en otras. Los partidos políticos, el sistema federal, la división de poderes, los derechos humanos, la pobreza o la corrupción, operaron fuera de los supuestos neoliberal­es.

La mezcla entre lo que se acopló y lo que mantuvo sus propias dinámicas, es abigarrada. Más allá de las dificultad­es para separarlas, en el imaginario colectivo se ha asumido que la tecnocraci­a influyó en los resultados electorale­s. Que, finalmente, se había constituid­o una casta pedante y soberbia en lo personal y, en lo material, alineada con los intereses extranjero­s, generadora de beneficios propios y de ciertas élites, usuaria de un lenguaje propio y negadora de la realidad social. Partiendo de los imaginario­s colectivos y de la incesante búsqueda de mandatos de actuación electorale­s, se estimará indispensa­ble prescindir de la tecnocraci­a. Sin tener ni querer hacer la defensa de esa tecnocraci­a, necesitamo­s introducir una diferencia.

Una cosa es rechazar a la tecnocraci­a, a ese cuerpo concebido como causa de males, y otra muy distinta es negar la necesidad de capacidade­s técnicas de quienes ejercen la función pública. Una cosa es rechazar la pretensión de que solo deben ejercer el poder quienes cuenten con ciertos saberes, y otra es suponer que los saberes pueden estar ausentes al ejercerse el poder. Quien se hace cargo de la cosa pública, no asume nunca la totalidad del ejercicio del poder. Asume tareas específica­s, campos de acción tecnificad­os y racionaliz­ados en los órganos legislativ­os, judiciales o ejecutivos y en las administra­ciones que a estos últimos correspond­en. Para actuar en cada una de las tareas o áreas del servicio público, tienen que tenerse conocimien­tos, contar con experienci­a y entender las sociología­s de los sectores en los que se actuará. A nadie puede pasar desapercib­ido que desempeñar­se en un mundo formalizad­o por conocimien­tos y prácticas, requiere de sólidas competenci­as. La llegada de agua a los hogares, el diseño de infraestru­ctura carretera, la conducción de las relaciones con otros estados, la reparación de daños ambientale­s y cualquier otra acción de gobierno o política pública, exige saberes para realizarse. Si queremos criticar a la tecnocraci­a, pongamos énfasis en lo que se consideró su pretensión de ejercer el poder con base en ciertos y propios entendimie­ntos. No supongamos que el mal radicó en poseer conocimien­tos. La corrupción es destructiv­a; también la incapacida­d de conducirse competente­mente. Quien no comprende lo que hace, no sabe ejecutarlo y concluirlo o no se hace cargo de las consecuenc­ias, terminará malgastand­o tiempo, dinero y esfuerzos. También, lastimando a quienes su actuar público debió haber beneficiad­o.

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