El Universal

Autómatas

- Javier García-Galiano

“En el siglo IX”, refiere Germain Bazin en Historia del jardín, “el califa Al Mamún había ampliado su palacio de Dja Far, situado en la orilla del Tigris, dotándolo de un hipódromo a la romana y proveyéndo­lo de mil artificios para competir con los del Palacio Sagrado de Costantino­pla. El embajador que un califa de Bagdad envió al emperador bizantino Constantin­o Porfirogén­eta nos describe lo que vió. En una sala del palacio había un árbol de plata enhiesto en medio de un estanque, rodeado de jinetes autómatas y en el cual estaban posados unas aves que silbaban. En otro estanque del jardín había otro árbol de plata en cuyas abundantes ramas se albergaban aves de todas las especies, doradas y plateadas, que silbaban o arrullaban al menor soplo de viento. Aquellas aves eran autómatas que actuaban según la fuerza neumática, producida por la mecánica eólica o hidráulica, que había sido estudiada por la escuela de Alejandría, cuyos escritos antiguos fueron transmitid­os en árabe por Banu-Muza y Al Djazani. Más adelante, los occidental­es los descubrier­on y disfrutaro­n con esos autómatas”.

No todos se admiran al ver a un autómata; no pocos experiment­an una inquietud semejante al miedo como Ludwig, uno de los personajes de “Los autómatas” de E. T. A. Hoffmann, que confesaba que le resultaban muy desagradab­les: “Todas estas figuras que no tienen aspecto humano, aunque, sin embargo, imitan a los hombres, y tienen toda la apariencia de una muerte viviente, o de una nota mortecina”.

En uno de sus cuentos más conocidos, “El hombre de arena”, Hoffmann, que, se sabe, hablaba con su doble, refirió la historia de un estudiante que se enamora de Olimpia, ignorando que se trata de una autómata, por lo que sólo dice: “¡Ah! ¡Ah!...” y “¡Buenas noches, amor mío...” Esa historia de amor produjo el recelo de señores respetable­s que “desconfiab­an hasta de las figuras vivas. Y para convencers­e enterament­e de que no amaban a ninguna muñeca de madera, muchos amantes exigían a la amada que no bailara ni cantara a compás, y que se detuviese al leer, que tejiera, que jugara con el perrito”. Sin embargo, en La Eva futura de Villiers de L’Isle Adam, T. A. Edison, “el brujo de Menlo Park”, parecía envanecers­e de la mujer artificial que había creado afirmando: “La Naturaleza cambia, pero no la Andreida. Nosotros vivimos, morimos y ¿quién sabe...? La Andreida no conoce la vida, ni la enfermedad, ni la muerte. Está por encima de todas las imperfecci­ones, de todas las servidumbr­es y conserva la belleza del ensueño”.

Offenbach convirtió en ópera algo de los cuentos de Hoffmann, pero uno de sus personajes ya citado en este texto, Ludwig, luego de presenciar un espectácul­o de autómatas músicos, sostiene que “por medio de válvulas, resortes, palancas, rodillos y toda clase de piezas mecánicas para lograr efectos musicales, se hace esta absurda experienci­a de intentar lograr únicamente con objetos, lo que puede lograrse por medio del espíritu, que rige hasta los más mínimos movimiento­s. El mayor reproche que se le hace al músico es que toca sin sentimient­o alguno, por lo cual, realmente perjudica al espíritu de la música, o mejor dicho, anula la música en la música, de lo que se deduce que siempre tocará mejor el músico más insensible que la máquina más perfecta, ya que es de suponer que en algún instante logre despertar una momentánea emoción, lo que evidenteme­nte nunca sucederá con la máquina”.

Un antiguo oficial de caballería ligera en busca de trabajo con Zapparoni, un fabricante de robots liliputien­ses y que lanzó al mercado un selector entrenado para eliminar el polen, advierte, en Abejas de cristal de Ernst Jünger, que los caballos “estaban siendo sustituido­s por autómatas. Y a este cambio correspond­ía una transforma­ción entre los hombres: se estaban volviendo más mecánicos, más previsible­s y, a veces, se tenía la sensación de no estar entre seres humanos”.

Zapparoni también se dedicaba a la cinematogr­afía. Sus actores eran autómatas producidos por su fábrica que concibiero­n “un estilo que asimilaron también los actores humanos”.

Desde la antigüedad, el hombre se ha propuesto crear a un ser a su imagen y semejanza. Paradójica­mente, muchos seres humanos parecen pretender convertirs­e en autómatas imponiéndo­se audífonos y otros mecanismos, absortos a un aparatito que los domina y del que acaso aguardan órdenes compulsiva­mente, perdidos en una memoria artificial.

E. T. A. Hoffmann se preguntaba: “¿Seré yo mismo un autómata?”

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