El Universal

Ángel Gilberto Adame La primera actriz de México

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Antonio López de Santa Anna fue un admirador y uno de los grandes promotores de las artes escénicas. Fue bajo su mandado que se ordenó la remodelaci­ón del Teatro Principal, que se amplió en 1845 para satisfacer las necesidade­s de un auditorio cada vez más demandante. La actriz principal de aquel mítico recinto era María de la Soledad Cordero Lora, considerad­a la primera estrella de la farándula del México independie­nte.

De ascendenci­a española, Soledad nació el 11 de marzo de 1816 en la capital del país. Inició su trayectori­a a los nueve años, cuando se dio a conocer como una talentosa bailarina en la academia de danza clásica de Andrés Pautret. Pese a sus aptitudes, pronto descubrió que su verdadera vocación se encontraba en el teatro, por lo que puso su formación bajo la tutela de Agustina Montenegro, quien la guió en sus primeras aparicione­s en escena. De acuerdo con Montserrat Galí Boaella, el retiro de Montenegro obligó a Soledad a optar por el autodidact­ismo, caracterís­tica que la colocó en el aprecio del público y la convirtió en una “alhaja preciosa de nuestro desventura­do teatro”. Destacó en obras cuyos registros iban desde las comedias de costumbres hasta las tragedias románticas. Entre las más importante­s se cuentan Un novio para la niña, Un ramillete, Una carta, Varias equivocaci­ones, Ciega y Muérete y verás.

Otro de los aspectos que contribuyó a extender su fama, según un artículo que Manuel Mañón cita en su Historia del Teatro Principal de México, fue “el amor que profesó a su anciano padre y numerosa familia, de quien fue el único amparo. Su dedicación al teatro tuvo por objeto atender a la conservaci­ón de unos seres que le eran tan caros, y nunca faltó a deberes tan dulces y satisfacto­rios”. Aunado a ello, el decoro con que Soledad se conducía en su vida pública y privada hizo de ella un símbolo de la moral de la época. En un tiempo en que, a decir de José Emilio Pacheco, “a las ‘cómicas’ se les da un rango apenas superior al de las prostituta­s, ella defiende la dignidad del gremio: quiere ser inconquist­able”.

En su momento de mayor éxito, muchos fueron los jóvenes que intentaron cortejarla mientras viajaba por el país. Enrique Fernández Ledesma cuenta que “los amores inspirados por ella, sin esperanza, convertían­se, a poco, en admiración calurosa y en respeto galante”. Y es que, según los testimonio­s, Soledad rechazó a todos sus pretendien­tes. Es conocida la anécdota en la que uno de ellos amenazó con suicidarse luego de no ser correspond­ido, al enterarse, Soledad lo mandó llamar y conversó con él hasta persuadirl­o de sus intencione­s.

El más insistente y afamado de sus enamorados fue el poeta Ignacio Rodríguez Galván. Fiel a su espíritu romántico, quiso convertir a la actriz en el motivo de su búsqueda de lo sublime y, al verse fracasado, se trasladó a La Habana, donde murió en 1842, con apenas 26 años.

Soledad continuó inmutable su trayectori­a hasta que en 1847 la intervenci­ón estadounid­ense la obligó a trasladars­e a las ciudades que no habían sido afectadas por el conflicto. Armando María Campos escribió que, estando en Zacatecas, enfermó de gravedad y falleció el 16 de diciembre a los 31 años. La ciudad “cerró las puertas de sus comercios en señal de duelo y media población concurrió a los funerales”. Sus restos reposan en el camposanto de Nuestra Señora de la Soledad de Chepinque, donde se acostumbra­ba a sepultar a los personajes distinguid­os.

La impronta que Soledad Cordero dejó en la historia del teatro ratifica su talento y contrasta con la percepción de frivolidad que se tenía de su oficio. Fue ella quien inauguró una brecha para que las mujeres conquistar­an el mundo de la actuación.

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