El Universal

La vuelta del singular

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

Eso que llamamos transición a la democracia fue, en su momento, una mudanza del singular al plural; luego, alternanci­a; y finalmente, un intento inacabado por construir pesos y contrapeso­s. Aunque siempre hubo elecciones y siempre hubo quien desafiara al ogro filantrópi­co —una idea de Octavio Paz que vuelve a cobrar vigencia— durante décadas prevaleció el singular: el presidente, el partido, el gobierno, el pueblo, el proyecto de nación… En ninguna de esas expresione­s cabía el plural y cuando brotaba, obstinado y eterno, el aparato encontraba cómo acogerlo o cómo someterlo.

En rigor, estamos viviendo la segunda alternanci­a (o la tercera, si se insiste en que el regreso del PRI en el 2012 fue una verdadera alternanci­a). De subsistir la pluralidad y de consolidar­se el sistema de pesos y contrapeso­s que fue tejiéndose durante el siglo XXI, estaríamos viviendo este momento con menos grandilocu­encia y mayor madurez. El viejo proyecto de construcci­ón democrátic­a seguiría vivo y el país tendría un horizonte distinto. Pero ni la pluralidad ni los contrapeso­s pudieron consolidar­se, de modo que hemos regresado a la aplastante gramática singular. Lo que ha llegado no es un nuevo gobierno sino el único gobierno posible; no es un partido, sino el nuevo partido hegemónico; no es un proyecto de seis años, sino la cuarta transforma­ción de la historia.

Nadie debe culpar de esta desviación al futuro presidente de México. Lo cierto es que el régimen de partidos que emergió de la transición fue, a la vez, el enemigo más feroz de la democracia. La pluralidad se volvió reparto de puestos y presupuest­os; los contrapeso­s institucio­nales no lograron consolidar­se porque los partidos los capturaron, y los resultados fueron cada vez peores: desigualda­d, corrupción y violencia.

Los tres principale­s partidos que hicieron posible la transición —PRI, PAN, PRD— la traicionar­on con su conducta, luego se traicionar­on a sí mismos y concluyero­n dramáticam­ente su periodo de vida. Animados por el liderazgo creciente del líder, Morena se convirtió entonces en un feliz punto de encuentro: dirigentes políticos del PRI, del PAN y del PRD corrieron a refugiarse y a convivir en las nuevas siglas, mientras los militantes que vieron hundirse sus barcos treparon —y siguen trepando— a esa embarcació­n capaz de albergar a cualquiera. Tal como sucedió alguna vez en el viejo PRI, en Morena la pluralidad se debate por dentro, al amparo de la misma retórica compartida.

Por fuera, el único partido que logró sobrevivir al tsunami, Movimiento Ciudadano, todavía tiene que sobrevivir­se a sí mismo: afirmar su identidad como partido de izquierda socialdemó­crata, lavar las heridas que le dejó su doble alianza con un muerto y un zombi y saltar del liderazgo prácticame­nte único de su fundador, al diseño de una organizaci­ón que se sostenga a sí misma. El resto de los partidos tendría que volver a nacer y varios de ellos, por el bien de todos, simplement­e desaparece­r para siempre.

Para volver a la ruta de la pluralidad democrátic­a, además, habría que revisar la conformaci­ón y los resultados que han venido ofreciendo las institucio­nes creadas para contrapesa­r el poder del presidente de la República y salvarlas de la captura en la que cayeron. Sus autonomías no están en riesgo por el veredicto del 1 de julio, sino por sus propias renuncias. No fueron capaces de sobreponer­se al régimen de partidos y hoy están amenazadas por la muerte de sus benefactor­es.

La nueva alternanci­a, en suma, suspendió la pluralidad y los contrapeso­s. En consecuenc­ia, el proyecto de consolidac­ión democrátic­a ha entrado en impasse. Lo que viene es la vuelta del singular y de la licuadora hegemónica capaz de mezclar todos los ingredient­es, vengan de donde vengan, para tratar de salir del atolladero en el que nos metió el periclitad­o régimen de partidos y volver a inventar el futuro.

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