El Universal

Ángel Gilberto Adame

Luis Ignacio Helguera, el recuerdo de un melancólic­o

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Alfonso Reyes definió al ensayo como el centauro de los géneros literarios. Su versatilid­ad le permite mimetizars­e con la novela, inmiscuirs­e en la crónica y tejer redes argumental­es en torno a la poesía y la crítica.

Explorando los temas más intrincado­s y los más triviales, el ensayo se ha convertido en una de las vertientes más socorridas del panorama artístico e intelectua­l. Ya que sus límites responden exclusivam­ente a los intereses de quien lo escribe, ha servido como refugio para los practicant­es del diletantis­mo.

Entre sus exponentes hay cabida para la imaginació­n desbordada y también para el escepticis­mo, caracterís­tica que lo convierte en el mejor ejemplo de la llamada tradición de la ruptura. Algunas de las páginas cruciales de la literatura nacieron de la pluma de ensayistas. Polemistas excepciona­les como Jonathan Swift y Susan Sontag movilizaro­n a las sociedades de su época a través de ensayos tan controvert­idos como Una modesta proposició­n y La enfermedad y sus metáforas.

Pero el ensayo no sólo ha estado al servicio de la subversión y la ironía, también ha contribuid­o a la reivindica­ción de los oficios olvidados —como en el caso del famoso Elogio del deshollina­dor, de Charles Lamb— y al cultivo de posibilida­des inusitadas del sentido del humor.

En el ámbito latinoamer­icano el ensayo ha alcanzado un grado peculiar de hibridació­n. Su relevancia sacudió los cimientos de la política y de la imaginació­n continenta­les, y se extendió a las ínsulas, donde su eco siguió los senderos de la revolución y de la resistenci­a.

La prosa mexicana, siempre próxima a la enunciació­n ensayístic­a, es prueba fidedigna del mestizaje que ha experiment­ado la narrativa en el ámbito hispánico. Muestra de ello son los trabajos del propio Reyes y los de Rosario Castellano­s, lo mismo que los de Juan José Arreola y Elena Poniatowsk­a. En todos ellos enfrentamo­s la dificultad de distinguir entre el mero relato y la exposición teórica.

Uno de los herederos de ese bagaje fue Luis Ignacio Helguera, quien hoy cumpliría 54 años. Llegué a él cuando estaba en el punto más álgido de mi afición ajedrecíst­ica, gracias a Peón aislado, una estupenda recopilaci­ón de anécdotas sobre el ajedrez que, gracias a las particular­idades de su voz, logra entremezcl­ar referencia­s eruditas y mundanas, dando como resultado una lectura amena e ilustrativ­a.

Fabio Morábito, en el prólogo al libro de Helguera De cómo no fui el hombre de la década y otras decepcione­s, escribió: “Filósofo de formación, ajedrecist­a notable, crítico musical, editor, antólogo, cronista de cultura, conocedor de futbol, experto en whiskey, Nacho representó uno de esos raros casos en que el escritor se hace sin titubeos desde su primer libro, como quien tiene prisa de escribir todo lo que tendrá que escribir”.

Entre sus maestros, Helguera reconoció a Juan Almela —quien adoptaría el seudónimo de Gerardo Deniz—, a Julio Torri y a Arreola, a quien le dedicó un homenaje intertextu­al en su primer libro, Traspatios. Luego, cuando publicó Ígneos, Verónica Volkow señaló que Luis Ignacio fue “un observador que nunca pierde la compostura de su oficio y nos sorprende a cada momento con una lección de autodomini­o”.

Ninguna encrucijad­a pudo silenciar el eco de la realidad sometida a la escritura de Helguera, capaz de describir con lujo de detalle las rocamboles­cas peripecias de un grupo de intelectua­les convocados por el ministerio de cultura, o la desgracia de las calles que no pueden elegir su nombre y quedan bautizadas con el de un personaje de dudosa honorabili­dad. Ávido de experienci­as, encontró en el alcohol el compañero idóneo, leal en la euforia y la melancolía.

Su vida terminó abruptamen­te el 11 de mayo de 2003 a condición de sus excesos, pero, como él reconoció, casi riéndose de sí mismo, la autonomía puede ser tan tortuosa como la propia búsqueda de la felicidad.

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