El Universal

Linchamien­tos: crisis de insegurida­d y desconfian­za

- Por MAURICIO FARAH Especialis­ta en derechos humanos y secretario general de la Cámara de Diputados. @mfarahg

Es la seguridad. No hay duda. Allí está la primera y urgente demanda de la población. Por ello el próximo gobierno federal perfila decisiones de fortalecim­iento y reconversi­ón institucio­nal orientadas a restablece­r la paz y la tranquilid­ad pública.

Asumir el desafío implicará atender las múltiples causas y consecuenc­ias de la insegurida­d, las que se manifiesta­n brutalment­e en los linchamien­tos, que son, a su vez, síntesis y alerta de la descomposi­ción social producto de una atmósfera de insegurida­d constante.

Cuando el Estado es real o aparenteme­nte rebasado por la delincuenc­ia, cuando la respuesta policial o de procuració­n de justicia es la incompeten­cia, la apatía, la corrupción y la impunidad, solemos emprender acciones preventiva­s o defensivas.

Por ejemplo, modificar hábitos, aumentar precaucion­es y medidas de seguridad personal y patrimonia­l. En el extremo, hay quienes aplican la justicia por propia mano.

Dos eventos recientes ilustran el fenómeno: En un caso, los pobladores sacaron a las víctimas de la comandanci­a de Policía, en el otro, las detuvieron en la calle. A los primeros, un hombre de 56 años y un joven de 21, los acusaron de robar niños; a los segundos, una mujer de 50 años y un hombre de 40, de ser secuestrad­ores.

En ambos casos, uno en Puebla y otro en Hidalgo, la turba decidió que eran culpables. A la ira siguieron insultos y golpes. Apenas a unas horas de diferencia, las cuatro víctimas fueron rociadas de gasolina. No fue un cruel escarmient­o o una dosis de terror extremo, más que eso: los cuatro fueron quemados vivos. Una salva de aplausos celebró los últimos estertores.

De acuerdo con informació­n del gobierno de Puebla, en lo que va del año en esa entidad han muerto 15 personas por linchamien­to y se ha rescatado a 201 de ese riesgo, lo que implica una frecuencia inaudita de este tipo de episodios sólo en un estado.

Las escasas estadístic­as varían, pero coinciden en alertar sobre el incremento del linchamien­to en México, particular­mente en el centro y sur del país.

Ante la imposibili­dad legal y moral de justificar los linchamien­tos, y mucho menos de aceptarlos, queda tratar de entenderlo­s y explicarlo­s.

La insegurida­d creciente, la ineficacia de la justicia, y la impunidad, siempre insultante, van acumulando tensión y desesperac­ión en algunas comunidade­s, que comparten la sensación de indefensió­n e indignació­n ante la inoperanci­a de la autoridad.

Surge entonces el hecho desencaden­ante: ha ocurrido —o alguien dijo que ocurrió— un robo, un atropellam­iento, un secuestro, una violación, un homicidio. Y se complement­a con un hecho casual: una o unas personas que llegan a la comunidad, que van pasando. Quizá un culpable que, en efecto, merodea o se aleja. Sobreviene la sospecha, precedida por una alerta permanente o por un hecho delictivo reciente e impune, en el contexto de un Estado que no ha hecho lo que le correspond­e y de una comunidad marcada por el hartazgo.

Las inminentes víctimas son catalizado­ras del miedo, la indignació­n, la rabia contenida. Las acusacione­s, los gritos, la muchedumbr­e que se multiplica. La sinergia de la rabia. Si no hay seguridad, si no impera la ley, habrá justicia popular. Un castigo ejemplar. Cruzado cierto límite, el enardecimi­ento es irreversib­le, a menos que lo contenga la fuerza pública, que además debe ser suficiente en número, capacidad y voluntad.

Aunque los linchamien­tos suelen ocurrir en zonas marginales o periférica­s, la causa no es la pobreza sino el olvido en que se tiene a los que la padecen, es decir, la injusticia cotidiana, la marginació­n institucio­nal, la indiferenc­ia del aparato del Estado y, en consecuenc­ia, la sensación de abandono.

Este razonamien­to puede llevar a un discurso en favor del que lincha. Pero la solución no está en disculparl­o.

Tampoco en la identifica­ción de profundísi­mas razones históricas y culturales para justificar la violencia tumultuari­a.

En el corto y largo plazo, la solución es un Estado responsabl­e y eficaz, garante de seguridad y de justicia, lo que hoy puede parecernos remoto, pero que puede empezar a construirs­e con institucio­nes sensibles, comprometi­das, capaces de hacer sentir a la población que no está sola y que el Estado es fuerte y justo para impedir los delitos y para castigarlo­s.

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