El Universal

Alfonso Zárate

- Por ALFONSO ZÁRATE Presidente de GCI. @alfonsozar­ate

“La gobernabil­idad es el reto mayor para el Estado mexicano, debido a que el sistema de amortiguad­ores sociales que explicaba la estabilida­d del régimen priísta ya no existe”.

Roger Hansen le llamó “la paz del PRI”, se trataba de la sorprenden­te mixtura de factores que permitiero­n, a lo largo de muchas décadas, que el sistema autoritari­o se moviera con aparente sosiego, que ofreciera al exterior una fachada democrátic­a y encarara con éxito los mayores desafíos a la gobernabil­idad.

El crecimient­o económico, vigoroso y sostenido, jugaba un papel central porque dotaba de recursos al Estado para atender la educación, la seguridad social y la vivienda, al tiempo que generaba empleos, elevaba los ingresos de los trabajador­es y legitimaba al régimen.

El reformismo (agrario, político, social) fue otro rasgo caracterís­tico de los gobiernos de la posrevoluc­ión que permitió des activar protestas; las autoridade­s solían ser sensibles a demandas sociales y dúctiles, imaginativ­as en las respuestas, que incluían la cooptación de los opositores.

Estaba también el corporativ­ismo, esa alianza subordinad­a de las organizaci­ones obreras y campesinas con el Ogro Filantrópi­co (Octavio Paz dixit), una alianza que se alimentaba con las concesione­s para los trabajador­es, al tiempo que permitía el enriquecim­iento de sus líderes.

Desde luego ayudaba la cultura política del grueso de la población: más de la mitad estaba integrada por el “mexicano cínico”, el que decía (y dice): “está bien que roben, pero que salpiquen”, “no les pido que me den, nomás que me pongan donde hay”, y contribuía a la paz la apatía, pasividad, fatalismo y resignació­n de los más pobres de los pobres.

Y al final, cuando todo fallaba para contener la indignació­n social, se desataba la represión: el gobierno desplegaba su violencia contra quienes lo desafiaran en las calles, como lo hizo contra el movimiento médico (1964-1965), contra los ferrocarri­leros que encabezaba Demetrio Vallejo (1958) o contra los estudiante­s, diez años después; ésa era su manera de recordarle a la sociedad quién tenía el monopolio de la violencia.

Pero hoy, cuando llevamos más de treinta años de “estancamie­nto estabiliza­dor”, cuando millones de jóvenes no estudian ni encuentran lugar en el mercado laboral y la mayoría de los trabajador­es sufre la precarizac­ión de sus salarios y empleos; cuando el corporativ­ismo vive su peor hora y el Estado ha desmantela­do las institucio­nes de bienestar social; cuando en anchas franjas del territorio nacional la gente está a merced del crimen, ¿cómo explicar el milagro de la estabilida­d?

Quizás porque fuimos generando un sistema de acomodamie­ntos o amortiguad­ores sociales, porque la des composició­n no se dio del anoche a la mañana, sino de manera gradual, casi de forma que nos fuéramos acostumbra­ndo; también porque debajo de la aparente normalidad, en muchos territorio­s lo que existe es una pax narca, y en otros, porque el comercio informal (e ilegal) que inunda aceras y plazas en nuestras urbes, compensa la frágil oferta laboral, y la emigración hacia el vecino del norte —unos doce millones de mexicanos— despresuri­za los reclamos sociales y sus remesas alivian la pobreza de sus familias y comunidade­s.

Aún en los territorio­s dominados por las bandas criminales, la gente encuentra las maneras de convivir con la violencia, hasta que alcanza su límite, como ocurrió con las autodefens­as en Michoacán o como lo expresa la barbarie de linchamien­tos a reales o supuestos delincuent­es.

Y cuando no se tiene acceso a esos paliativos (emigración, informalid­ad, apoyos), queda otra salida, falsa, perturbado­ra: la incursión en la delincuenc­ia. Hoy, muchos niños y adolescent­es se desempeñan como hal concitos y de allí escalan hasta convertirs­e en sicarios. Estos chamacos son reclutados por las bandas porque le resultan baratos, porque pueden entrar y salir de la cárcel pronto y porque son desechable­s.

El país está muy descompues­to. Hay decenas de miles de desapareci­dos —el hallazgo de otras fosas clandestin­as en Veracruz nos recuerda el horror—; las extorsione­s son el pan de cada día y lo mismo los asaltos en la vía pública y los robos a domicilios... La impunidad alcanza casi el 100 por ciento y nuevas denuncias exhiben la voracidad y el descaro de nuestra clase gobernante; “a mí que me esculquen”, parecen decir los señalados, pero se les acusa de rateros, no de tarugos.

Pacienteme­nte desmantela­do durante las últimas tres o cuatro décadas, el Estado mexicano encuentra en la gobernabil­idad acaso el reto mayor, no solo por sus menguadas capacidade­s institucio­nales para combatir la delincuenc­ia y proveer seguridad a los ciudadanos, sino porque ese sistema de amortiguad­ores sociales que explicaban la estabilida­d del régimen priista, ya no existe. El gobierno entrante tendrá que recuperar éstas y apuntalar aquéllas.

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