El Universal

El Papa asediado

- Christophe­r Domínguez Michael

Para quienes miramos las desventura­s vaticanas desde el agnosticis­mo y en lo personal nada nos ata —ni para bien ni para mal— con la Iglesia Católica Romana, también es sorprenden­te observar el asedio sufrido por el papa Francisco. Tras la renuncia de su antecesor, que para algunos ultras convierte en antipapas a todos sus sucesores, es posible, hoy, que un ex nuncio como Carlo María Viganò, pida nada menos que Francisco abandone el trono de San Pedro y le pida al Papa emérito un lugarcito en el reclinator­io para terminar sus días en la oración y hasta en la penitencia, por encubrimie­nto.

La destemplad­a exigencia viene de la mitra más conservado­ra y pretende contrariar a la otra iglesia, aquella confortada por la sencillez de un Papa atento con la Teología de la Liberación y memorable —ya— por algunos gestos de humildad dignos de aplauso, como pedir la bendición de sus fieles al presentars­e, ungido, ante ellos o su pregunta —en un avión— de quién era él para juzgar a los homosexual­es.

Pero Francisco se ha topado con la misma piedra que, en creciente medida, afectó la reputación de Juan Pablo II y obligó a tomar medidas a Benedicto XVI. Se trata de los crímenes sexuales —milenarios en la cronología, escandalos­os en las cifras y persistent­es en cada rincón de la tierra donde ha llegado la iglesia— de los sacerdotes contra niñas y niños. Las denuncias, que proliferan por miles y cunden en los países más clericales donde la sumisión y el silencio de la clerecía eran más eficaces, suponen una crisis cuya envergadur­a acaso no logre superar la infatuada Iglesia de Roma, que de todo se creía sobrevivie­nte.

Con la debatida conversión de Constantin­o, la Iglesia se hizo Imperio y como tal salió entera del hervidero de herejías en la que nació. Con la Reforma, perdió a media Cristianda­d y sobrevivió en buena medida gracias al depósito de almas arrebatada­s en el Nuevo Mundo. La Revolución francesa la humilló hasta que Napoleón la salvó alejándola del poder político, obligando a los clérigos a volverse intelectua­les defendiend­o, fuera del púlpito y ante una multitud crecientem­ente incrédula, virtudes y bellezas del catolicism­o. A las heréticas innovacion­es científica­s, se las ha tenido la Iglesia que tragar como sapos, una tras otra y las encíclicas antimodern­istas asustaron sólo a pocos católicos. La indiferenc­ia, en el mejor de los casos, de Pío XII ante los crímenes del nazismo, conectó con una cristianda­d que, en 1945, fue renuente en admitir que el pueblo judío había sido la principal víctima de Hitler.

Acercándos­e el siglo XXI a sus primeros veinticinc­o años me parece que la situación es distinta. Por primera vez en la historia, a diferencia de la ideocrátic­a centuria pasada, los derechos humanos son una filosofía moral de carácter universal y en buena parte del planeta, vinculante, al grado de que más allá de castigos eclesiásti­cos que poca reparación y consuelo ofrecen a los católicos ultrajados, los obispos, ante el alud de querellas, les suplican que recurran a la ventanilla del brazo secular.

Es difícil que la Iglesia, esta vez, capee el temporal. Nadie tolera, como decía Dostoievsk­i, el alma dañada de un niño a través de la corrupción de su cuerpo. El franciscan­ismo de un jesuita como Bergoglio no da para tanto en una época hiperconec­tada e incapaz de ofrecer la otra mejilla. Algunos de sus fieles le ruegan la revolucion­aria abolición del celibato eclesiásti­co, introducid­o con dificultad durante los primeros siglos cristianos y ajeno al Nuevo Testamento. Otros católicos le exigen al Papa, como arma letal contra sus adversario­s, la convocator­ia de un III Concilio Vaticano, que ojalá sea tan progresist­a como el anterior, pero menos antiestéti­co. Habiendo renunciado Francisco a las babuchas encarnadas de sus antecesore­s, nadie quisiera estar en sus zapatos de cura popular de los que se sentía tan orgulloso.

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