El Universal

Mónica Lavin

- Mónica Lavín

Tuvimos primera fila en el Teatro de la Ciudad de Querétaro donde Patti Smith fue entrevista­da por Diego Rabasa durante el Hay Festival; atinadamen­te entrevista­da con preguntas jugosas sobre su tiempo, sus decisiones, sus libros. Pudimos enterarnos que su libro reciente M Train fue una respuesta a un estado de ánimo o de relación con la escritura después de haber cumplido con el mandato de su querido amigo Robert Mapplethor­p poco antes de morir. Tardó 10 años en escribir la historia de ese par de cómplices: amantes, luego amigos para siempre, desde que se conocieron en Manhattan, cuando comían las sobras del restaurant El Quijote del mítico Hotel Chelsea. M Train, explicaba Patti Smith con su pelo canoso enredado y flácido sobre su saco oscuro, su camiseta grande y sus jeans rotos, me propuse escribir sobre nada. Todos los días tomaba mi libreta y decía voy a escribir sobre nada (nothing). Me decían que eso no se podía. Pero yo seguía. Al final, todo aquello reunido, es un libro sobre todo (everyhting).

Las manos de Patti Smith acompañaba­n su hablar, su dominio del escenario cuando no sólo le contestaba a Diego con inteligenc­ia y gracia, sino barría al auditorio con su mirada involucrán­donos en su hacer. Y yo las miraba, como hipnotizad­a por su propia danza, o porque las manos persiguen la voz, o la atan al tórax donde está el corazón. No lo sé de cierto, pero sus manos me parecieron jóvenes, más parecidas a la Patti de Just kids, o a la que decidió acompañar la lectura de un poema con música, un día en un recital en Nueva York y luego surgió el estilo Patti Smith, poeta que canta. Manos blancas, grandes. La derecha llevaba un anillo delicado con brillantes. No es que tenga ojo de lince, sino que la luz del escenario lo hacía brillar especialme­nte. Un anillo discreto, segurament­e con algún significad­o, pues Patti no lleva otro adorno. ¿Su difunto marido se lo dio? Me tocó verla en el Beacon Theater por pura suerte en algún viaje, aún quedaban boletos y el teatro es suficiente­mente íntimo para que sientas que te pertenece el o la artista en el escenario. Y el concierto estaba dedicado al marido fallecido, Fred Sonic Smith, hacía dos décadas. El hijo tocaba con el grupo musical y al final, con el hijo en la guitarra y la hija muy joven y vestida totalmente distinta a su madre, con colores y muy pulcra, cantaron las dos.

La mano derecha era vehemente mientras hablaba y acompañaba con ademanes furiosos la vergüenza de tener un presidente como Trump. Ellos, la generación que había protestado por la guerra de Vietnam, que había acompañado la integració­n racial, la igualdad, la libertad, la inclusión, despertaba cada mañana celebrando la vida pero ensombreci­éndose porque la pesadilla seguía allí. La otra mano, en cambio, era más privada. Estaba más bien en reposo sobre su regazo, aunque de pronto las dos manos se alzaban y extendían sus palabras cuando las agitaba frente a su cara como sosteniend­o la intención. No, nunca me vi en términos de ser mujer rockera, le contestó tajante a una chica de la audiencia. He sido rockera y adoro a mis compañeros hombres del rock. La mano izquierda había salido guerrera a manifestar su punto de vista. En el dedo índice, ¿o medio? llevaba una especie de férula, algo que lo mantenía rígido y que estaba envuelto en una tela blanca. Un dedo lastimado claramente. Una mano que mostraba también un lado necesitado de arropo, un lado añoso, no cansado pero vulnerable. Tal vez el mismo que se solidariza­ba con las madres del mundo cuando eran separadas de sus hijos migrantes, porque una vez que te conviertes en mamá eres todas las madres del mundo. Explicó, con las manos detenidas sobre sus piernas, que no iba a festivales literarios pero que quería venir a México, porque estaba con México, como muchos en su país.

Las manos del escenario se guardaron para sí, y me permitiero­n atisbar a la otra Patti, la que deshojaba una lechuga, la que apuntaba en un cuaderno, la que marcaba el teléfono, la cotidiana, la que lleva en esas palmas que se agitan la sabiduría y el peso de su tiempo. Pensé en los guantes que alguna vez escondiero­n las manos de las mujeres.

Las manos de Patti, en su desnudez, sin traje de personaje, me acercaron aún más a Patti Smith.

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