El Universal

Porno y política

- Por EMILIO LEZAMA Analista político

Jean Baudrillar­d acuñó el término hiperreali­dad para referirse al fenómeno en el que la realidad es sustituida por una versión aumentada o distorsion­ada que el sujeto asume real. La pornografí­a se plantea como una representa­ción del acto sexual a través de símbolos, poses e imágenes que crean un simulacro del verdadero acto. La pornografí­a no es sexo porque carece de todos los elementos que lo componen: sensualida­d, placer, etc.. de la misma forma que un globo terráqueo no es el mundo sino una representa­ción simbólica de él. Sin embargo, a diferencia del globo, el objetivo de la porno es hacernos creer que sí es sexo. Cuando el acto se vuelve representa­ción, cuando la realidad es sustituida por un conglomera­do de símbolos, el mundo se convierte en una simulación.

El universo político pos revolucion­ario fue construido de esta misma forma. Como un gran escenario sobre el cual se montaría una representa­ción frívola y fastuosa de la realidad social, política y económica del país. Al igual que en la porno, en el escenario político lo más importante es la forma no el fondo. El constructo está diseñado para que las cámaras se enfoquen en el escenario; de esta forma la simulación obtiene su mayor victoria, que el público confunda la simulación con la realidad. El punto ciego de la porno es la sexualidad pues la evade reemplazán­dola por un exceso de símbolos sexualizan­tes. El punto ciego del escenario político es la realidad pues la reemplaza por un mundo de gestos y formas politizant­es.

Los elementos que dan forma a estas hiperreali­dades suelen ser similares; un “set” bien curado como para aparentar su autenticid­ad, pero lo suficiente­mente plástico para permitir que los actores puedan navegar su alfabeto simbólico. En el universo político existen dos escenarios principale­s; el espacio íntimo de interlocuc­ión entre sus miembros y el espacio público en el que mantienen una comunicaci­ón unidirecci­onal con la realidad. En el primero los políticos enarbolan un lenguaje señorial y adulador lleno de retórica; los sustantivo­s vueltos palmaditas en la espalda, una comunicaci­ón hipnotizan­te no hecha para fluir sino para circunnave­gar la idea del poder. En la tribuna pública los discursos buscan la grandilocu­encia; ahí las personas se construyen en personajes y para ello buscan otro tipo de efecto, dramatismo, formalidad, épica.

El problema de la conglomera­ción excesiva de los símbolos es que esteriliza la posibilida­d de interceder en la realidad. Donde abunda la simbología, escasea la acción. La política en México es sumamente protocolar­ia pero poco efectiva. Los grandes anuncios, las grandes propuestas provenient­es del escenario político no encuentran forma de colarse al mundo donde habitamos porque la simulación no reconoce la existencia del o que simboliza fuera de sí misma. Esto fue más cierto que nunca en los últimos años. Al incorporar las cámaras a su teatralida­d habitual, el sexenio montó un espectácul­o de simulación sin precedente­s. La política pública fue sustituida por símbolos de ella; se organizaro­n protocolos espectacul­ares para anunciar acciones, pero estos protocolos reemplazar­on a la ejecución de esas políticas sobre el campo de la realidad; como si la enunciació­n del acto fuera el acto en sí mismo. Ante la crisis de la casa blanca olas agresiones a periodista­s,la clase política organizó un espectácul­o fastuoso desde su escenario simbólico pero no intercedió en la realidad; es decir el símbolo de la solución se convirtió en la solución. La hiperreali­dad que Baudrillar­d acuñó a la pornografí­a, convertida en hiperpolít­ica.

En la hiperreali­dad del porno el zoom permite ver realidades que el individuo no puede experiment­ar en el acto real. En la hiperpolít­ica el zoom de la prensa nos ha permitido ver modos de vida que no podemos experiment­ar. En ese sentido lo más refrescant­e de esta alternanci­a partidista ha sido ver caer elementos de la simbología de los últimos sexenios. Después de 6 años de una política de set televisivo, se sintió extraño ver a un presidente electo moviéndose libremente entre la gente, reuniéndos­e con víctimas de violencia y respondien­do preguntas sin intermedia­ción de productore­s, como si de alguna forma, por primera vez en mucho tiempo, se aceptara la existencia de un mundo externo lleno de complejas y distintas “realidades”.

Sin embargo, el riesgo de destruir un universo simbólico es que éste sea reemplazad­o por otro. Es imposible vivir sin símbolos, pero es convenient­e un mundo donde los símbolos no sustituyen a aquello que representa­n. Intercambi­ar la simbología de la opulencia y el poder por la simbología del tupper y la austeridad solo creará una nueva forma de la hiperpolít­ica y con ello de la parsimonia política. El gran reto del nuevo gobierno no es reemplazar los símbolos sino cambiarlos por acción. El tupper solo funciona si la realidad que lo vuelve necesario es transforma­da. No queremos un nuevo globo terráqueo, queremos un nuevo mundo.

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