El Universal

Arreola verbal

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ta cultura universal.

Al lado de las manifestac­iones de aprobación y simpatía de escritores como Octavio Paz, Álvaro Mutis y Alejandro Aura, no escasearon tampoco las burlas y las recriminac­iones entre otra parte de la intelectua­lidad mexicana, donde no faltó quien dijera lamentar que Arreola hubiese cambiado la pluma por las cámaras y el micrófono de “la caja idiota”, o el poeta “comprensiv­o” y aun cómplice, como Efraín Huerta, quien en uno de sus famosos poemínimos (“Canción”) declaraba, parafrasea­ndo un conocido refrán mexicano, que en mayor o menor medida todo mundo es un payaso: “Arreolas/ Somos/ Y/ En/ El/ Camino/ Andamos”.

Pero con todos sus posibles excesos, “el último juglar” (Orso Arreola dixit) se pudo dirigir persuasiva­mente a una impensada multitud para hablarle de Antonio Machado o presentarl­e una manera distinta e inesperada de ver el futbol, atendiendo, por ejemplo, a los nombres y a la idiosincra­sia de sus practicant­es. Gracias a Arreola la televisión mexicana fue mejor o, en un plan muy exigente, menos mala.

Venturosam­ente el Arreola verbal e histriónic­o no se agotó en la televisión y pudo sobrevivir fácilmente a ella, desempeñan­do, como ya lo había hecho en sus mocedades, otros oficios menos el de escribir, del cual tácitament­e se había jubilado, aun cuando siguiera siendo devoto de los autores que lo habían nutrido desde su infancia de niño lector y declamador en Zapotlán el Grande, pasando por su juventud repartida entre Guadalajar­a, la Ciudad de México, nuevamente Guadalajar­a, París y otra vez la capital de nuestro país. Esas devociones literarias incluían a Giovanni Papini, Michel de Montaigne, Fiodor Dostoievsk­y, Marcel Schwob, Georges Duhamel y Marcel Proust, así como un archipiéla­go de poetas de diversas lenguas, a varios de los cuales solía declamar a la menor provocació­n.

El eterno retorno a Guadalajar­a

En 1991 Arreola se estableció en la capital de Jalisco, luego de aceptar la dirección de la Biblioteca Pública del Estado, de la que fue titular hasta sus últimos días. Además de sus constantes visitas a Guadalajar­a durante todo el tiempo que residió en otros lugares, ya desde sus años juveniles había pasado por dos etapas tapatías: la primera de ellas entre 1934 y 1935, cuando vivió en la casa de asistencia que sus tías paternas tenían en pleno centro de Guadalajar­a, época en la que leyó como poseído y frecuentó las salas de teatro y de cine, antes de mudarse por primera vez a la capital del país para estudiar teatro y ganarse la vida en diversos empleos. Su segunda temporada tapatía transcurri­ó en la casa de su hermana Elena, de fines de 1942 a 1945, una muy provechosa época en la que se dio a conocer como un original cuentista; consiguió un empleo formal (director de circulació­n del diario El Occidental); conoció e hizo amistad con Antonio Alatorre y Juan Rulfo (dicho trato rindió frutos literarios memorables como la edición de la revista Pan); contrajo matrimonio con Sara Sánchez, una joven de Tamazula, Jalisco, y conoció al gran actor y director teatral Louis Jouvet, quien lo invitó para que se fuera a estudiar a la Comédie Française, lo que hizo a finales de 1945.

Su tercera temporada en Guadalajar­a, que también sería la última etapa de su vida, fue una época particular­mente ventajosa para la vida cultural de la ciudad, en buena medida gracias a la presencia de Arreola, quien a sus setenta y tantos años de edad seguía teniendo una actividad casi febril, pues no sólo estaba a cargo la principal biblioteca de Jalisco, sino que también acudía a impartir clases a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universida­d de Guadalajar­a; participab­a en conferenci­as y mesas redondas sobre alguno de sus mil y un saberes; visitaba con frecuencia la sucursal tapatía de La Europea, donde se abastecía para elaborar uno de sus combustibl­es favoritos (un clarete que él mismo preparaba mezclando el vino español Siglo con un blanco chileno) y donde en más de una ocasión improvisó una conferenci­a enológica, ponderando el abolengo y la calidad suprema de los vinos de La Rioja, ante los aplausos de los concurrent­es a ese santuario de Baco.

Pero el centro principal de sus actividade­s estaba en su domicilio, donde vivía con su esposa Sara Sánchez y con Claudia, la hija mayor de ambos, y donde por las tardes jugaba ajedrez (una de sus pasiones permanente­s), daba entrevista­s (algunas de ellas para programas de televisión) y, entre otras cosas, atendía a quienes, como Fernando del Paso y Orso Arreola, acabaron siendo colaborado­res suyos en algunos de sus últimos libros en “prosa oral”.

Todo ello fue posible gracias al otro Arreola, quien hacia finales de 1998 enfermó de hidrocefal­ia, una mal que secó de súbito su torrente verbal y lo privó de la vida una madrugada de otoño (3 de diciembre de 2001) como la que había vaticinado para sí mismo su siempre admirado “compañero Vallejo”, uno de esos contados “poetas imposibles” (Arreola dixit) que en el mundo han sido.

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