El Universal

Los chivos expiatorio­s de la corrupción

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

La nota corrió como la espuma: Rosario Robles es un chivo expiatorio —aseguró el presidente electo— y las acusacione­s que se le hacen son un circo. Estas líneas podrían parecer un halo protector imperdonab­le sobre la funcionari­a que alguna vez tuvo la confianza de López Obrador, antes de sumarse al gobierno de Enrique Peña Nieto. Pero el presidente electo dijo más: “Nosotros no vamos a perseguir a nadie, no vamos a hacer lo que se hacía anteriorme­nte, de que había actos espectacul­ares, de que se agarraba a uno, dos, tres, cuatro, cinco, como chivos expiatorio­s y luego le seguían con la misma corrupción”.

En efecto, una de las mayores trabas en la lucha contra la corrupción ha estado en la idea según la cual todo se juega en el castigo de algunos corruptos: en la pesca de los peces gordos, sin tocar el agua donde crecen. La versión exclusivam­ente punitiva de esa batalla atrae muchos reflectore­s, produce simpatías y satisface la ira pública, pero no resuelve la cuestión de fondo. Al contrario: la eterniza, pues asume que la corrupción es una anomalía en un sistema que funcionarí­a impecablem­ente si no existieran los corruptos. Y eso no es cierto.

Esa versión basada en el castigo y la venganza es, además, muy peligrosa. Obsesivame­nte centrada en la persecució­n de los enemigos públicos del día, no sólo genera escándalos constantes y lastima la dignidad de los servidores públicos honestos, sino que incrementa la percepción de permisivid­ad entre los ciudadanos comunes y corrientes: “si los peces gordos pueden hacerlo, ¿por qué yo no?”. Y en el extremo, puede dar al traste con la viabilidad de los gobiernos. Si todo se reduce a selecciona­r corruptos, las cañas de pescar acaban tirando anzuelos por todos los rincones del gobierno, hasta sepultarlo en una red de ineficienc­ia y de venganzas mutuas. Es, además, un camino libre para la influencia de las buenas conciencia­s internacio­nales que promueven defenestra­r presidente­s y ministros antes que salvaguard­ar la viabilidad de los Estados.

Si a eso se refiere el presidente electo, tiene toda la razón. La corrupción no debe combatirse minando sus efectos para satisfacer al público, sino modificand­o sus causas desde la raíz. Y la principal está en la captura de los puestos y los presupuest­os públicos en función de intereses personales o de grupo. Mientras los asuntos que a todos nos atañen sigan siendo vistos como negocios u oportunida­des políticas, la corrupción seguirá siendo un problema nacional sistémico; mientras no se modifiquen los espacios abiertos para la extorsión y la colusión entre funcionari­os y personas, mientras se mantenga viva la construcci­ón de redes a través de la rebatinga de los puestos, los contratos, las licitacion­es, las licencias y los permisos públicos, mientras la asignación de presupuest­os públicos siga atrapada por la discrecion­alidad y mientras no haya métodos abiertos para vigilar la contrataci­ón de servidores públicos y su desempeño cotidiano, no habrá cambiado nada sustantivo.

En estos días se está debatiendo ya sobre los contenidos de la política nacional anticorrup­ción, en la que se jugará buena parte del destino del próximo gobierno. Deben escucharse todas las voces en todos los espacios disponible­s, sin permitir que esa deliberaci­ón sea secuestrad­a por un pequeño grupo de influyente­s que insiste en tirar cañas de pescar.

Si lo que quiere el presidente López Obrador es barrer las escaleras de arriba para abajo, primero hay que tener los trapos, las cubetas y las escobas adecuadas. Habrá una oportunida­d inédita para diseñar una política de combate a la corrupción que no confunda síntomas y enfermedad­es y que ataque en serio las causas del problema. Si alguien cometió delitos, debe ir a la cárcel. Pero no será llenando las cárceles de funcionari­os como se curará ese cáncer.

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