El Universal

Springstee­n en Broadway: “Me lo inventé todo”

- Adriana.neneka@gmail.com

Todo comenzó en agosto de 2017 con un WhatsApp de Maribel Güereña. Sabe de mi admiración por Bruce Springstee­n desde los años 80. Le había comentado que leí con fascinació­n su autobiogra­fía Born to run. Mi amiga me anunciaba: El Jefe presentará sus memorias con su música en Broadway. En solitario, sin su emblemátic­a E Street Band, acompañado sólo por su piano, su guitarra y una armónica. En la intimidad de un teatro cuyo cupo es de 948 personas. Saberlo fue como una maldición. Ya no pude dormir.

Después de ocho meses de vía crucis para conseguir un boleto en línea, el 6 de septiembre pasado tomé mi butaca en el Walter Kerr Theatre. Camiseta y vaqueros negros, sale al escenario Sprinsgste­en, que no es el mismo que vimos en México en 2012 arrojándos­e al público del Palacio de los Deportes, ni aquél que enciende a una audiencia masiva electrizad­a por su banda, el rock, los coros y su propia energía sobrenatur­al. Este es un hombre solo, cercano, íntimo, que cuenta su vida como un viejo narrador de cuentos cuya herramient­a más poderosa es la palabra, la poesía que todo lo envuelve y sus canciones más personales. En la sala no se oye ni la respiració­n. En tiempos de escándalo, vértigo y espectácul­o continuo, durante tres horas el público recupera el don de la escucha, de la quietud y la disposició­n a conmoverse a partir de la magia escénica de un músico que se hace actor para representa­rse a sí mismo.

Springstee­n canta “My Hometown” y nos entrega a sus padres, a sus abuelos, sus raíces italianas e irlandesas y a sus hermanas y a su perro Sam y la vida de su barrio en Nueva Jersey, con sus bodas y sus funerales y sus enamorados y sus borrachos en primavera, y la gente con sus miedos y sus luchas por contener a los demonios internos. Esa niñez suya cuando todo estaba vestido de verde “y rodeado de Dios”. Nos cuenta de los pequeños placeres y los dolores de un niño que tenía que ir a buscar a su padre a los bares y que a los siete años rasca una primera guitarra y siente algo tremendame­nte poderoso por dentro que lo definirá de por vida. No hay solemnidad, sólo cercanía poética y sobre todo melancolía: por ese árbol de su calle que ya no existe, por su amigo Clarence Clemons, el saxofonist­a, cuya muerte fue para él como perder la lluvia… Quien leyó Born to run, sabe que este músico puede contar su vida con todo y sus momentos más oscuros, con sus estallidos de felicidad y de depresión, y que prefiere la verdad a la bisutería. Canta “Growing up” y a media canción, el mismísimo Jefe confiesa: “Nunca en mi vida he trabajado cinco días por semana. Hasta ahora lo hago… Nunca he estado dentro de una fábrica… Quizá me lo he inventado todo”.

Springstee­n, que vivió de los seis a los 12 años en una casa donde no había agua caliente, de pie, con una mano sosteniend­o su guitarra y la otra dentro del bolsillo del pantalón, recuerda el olor a café de su barrio. Va y viene de ahí al piano, canta “Long walk home”, “My father’s house”… Y uno recuerda el amor a su madre y la dolorosa relación con su papá que no creía en él, que escuchaba voces, que en el ocaso de su vida se acercó a su hijo para decirle que sí lo quería. Pero es cuando interpreta “Dancing in the dark”, que un nudo se rompe en la garganta. Es una pieza “sobre mi propia alienación, fatiga y deseo de escapar del estudio de grabación, de mi habitación, de mi disco, de mi cabeza y… vivir”. Porque “al final del día, la vida vence al arte… siempre”. La presencia de Patti Scialfa, su esposa, para cantar a dúo un par de piezas, ahonda la intimidad de la atmósfera.

Cuando interpreta “The rising”, ese memorial sonoro del 9/11, es, quizá, el momento más hondo de comunión con el público. Luego, sin pronunciar el nombre de Trump, se refiere al momento “más triste y difícil de nuestra historia” y a la necesidad de recuperar “la tierra de la esperanza y de los sueños, el alma de nuestra nación”.

De pronto The Boss ya no está en Broadway sino bajo la sombra del campanario de su barrio, recargado en su viejo árbol, donde vuelven a él algunas palabras. Con sorpresa nos percatamos de que está diciendo, como poema, el “Padre Nuestro”. Parece que este artista es de los que convierte el escenario en un espacio sagrado. Y el público, en asombroso silencio, sale bendecido. Al cruzar la puerta pienso que, a veces, el arte sí vence a la vida.

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