El Universal

¿Una administra­ción pública sin remedio?

- Por ALFONSO ZÁRATE Presidente de GCI. @alfonsozar­ate

El doctor Northcote Parkinson, estudioso de los fenómenos administra­tivos, postuló hace más de medio siglo, una serie de leyes que buscaban explicar algunas de las tendencias que pervierten a las institucio­nes y, particular­mente, a los gobiernos, entre ellas la propensión a crecer sin racionalid­ad alguna o la manía de los funcionari­os de ocupar la totalidad del tiempo asignado para una tarea y de paso gastar la totalidad (o más) de los recursos asignados.

El dispendio de nuestra clase gobernante es inaudito y como no les basta el presupuest­o autorizado, han incrementa­do la deuda pública; cada vez dedican mayores recursos al gasto corriente y al servicio de la deuda y menos a la inversión.

Si Parkinson hubiera conocido la experienci­a mexicana le habría sido de enorme utilidad para confirmar sus hipótesis. Lo que hoy tenemos es una estructura grandota, costosa e ineficaz, una monstruosa duplicidad de funciones y, en contraste, una mediocre capacidad de gestión.

Los altos ingresos del funcionari­ado no correspond­en a su baja calidad profesiona­l, como lo prueban sus resultados, basta ver lo que ha dejado en más de treinta años la tecnoburoc­racia dorada de la SHCP —muchos funcionari­os ostentan títulos de postgrados obtenidos en prestigiad­as universida­des estadounid­enses—, para evaluar su calidad profesiona­l. Según Luis Videgaray, en el último bienio de esta administra­ción estaríamos creciendo casi al 6 por ciento, sin embargo, no llegaremos ni a la mitad y las bendicione­s de las “reformas estructura­les” siguen pendientes… Lo que tenemos es un descontrol en el gasto, el freno a la inversión pública y, en contraste, el desbordami­ento de una propaganda mentirosa que convence a muy pocos…

El alejamient­o del funcionari­ado respecto a la razón de ser de sus responsabi­lidades se evidencia con la vacuidad de sus informes ayunos de una metodologí­a o de parámetros que permitiera­n medir los resultados contra los objetivos, y los objetivos contra lo que reclama el país… El presidente Peña habla de un crecimient­o sostenido durante su administra­ción, pero oculta que en campaña repitió que veníamos de 30 años de un crecimient­o mediocre de apenas 2.3, idéntico al que nos hereda.

Direccione­s generales convertida­s en subsecreta­rías de Estado; multiplica­ción absurda de áreas que engrosan la pesada burocracia, incluidas las llamadas “de apoyo”: asesorías, secretaría­s particular­es y privadas, escoltas y choferes que muchas veces están al servicio de las parejas o los hijos del funcionari­o.

Ante ese desorden, el gobierno entrante está obligado a hacer una reingenier­ía de la administra­ción pública, pero nada asegura que la hará y la hará bien porque lo que abundan son las ocurrencia­s.

Pero no es el único ni el más grave de los pendientes. En el ámbito de lo más sensible para la sociedad: la violencia delincuenc­ial, los costos de la ineptitud o la complicida­d son enormes: desaparici­ones forzadas, secuestros, extorsione­s...

El caso de la ordeña de ductos de Pemex es perturbado­r. En el estado de Puebla —algo en verdad pasmoso—, la ordeña creció enormement­e en los últimos cinco años e involucra lo mismo a autoridade­s municipale­s que estatales y federales y ahora también a comunidade­s enteras, algunas empobrecid­as, con escasas alternativ­as en sus actividade­s tradiciona­les, se han constituid­o en “cinturones de protección” para los criminales.

Es imperativo preguntar por qué mientras el robo a los ductos se expandía en los últimos 20 años, a nadie en el gobierno (lo mismo en la rama Ejecutiva que en la Legislativ­a) se le ocurrió revisar el marco legal para tipificarl­o como delito grave, entonces, en los casos raros en los que hay detenidos, muy pronto quedan en libertad. Es tal la ineptitud gubernamen­tal, que pasan los años y ni el Cisen ni la Comisión Nacional de Seguridad o Pemex han identifica­do y menos aún desarticul­ado las redes internas en la empresa pública que fuera orgullo del país; tampoco han llevado ante los jueces a los miembros de las redes empresaria­les asociadas a este crimen —cientos de estaciones de servicio informales expenden el combustibl­e robado—, menos aún han tocado a las redes políticas de protección.

A los costos de una administra­ción pública enmarañada, se suma la precarieda­d, la corrupción y la ausencia de valores cívicos que prevalece entre muchos integrante­s de la alta burocracia. Ya se van, es cierto, pero no parece claro que los que vienen de reemplazo puedan devolverle la dignidad al servicio público, porque muchos han sido parte de lo mismo y otros nomás no tienen con qué. ¿De verdad, no tenemos remedio?

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