El Universal

Christophe­r Domínguez Michael

El regreso del meteco

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Populismos y nacionalis­mos son resistenci­as a la globalizac­ión, que no es la primera ni será la última en la historia universal. Reacciones instintiva­s cuya agresivida­d no sólo responde a las inequidade­s profundiza­das por la crisis financiera de hace una década, sino a la amenaza que el despectiva­mente llamado “sistema–mundo” significa para los Estados nacionales, cuya conservaci­ón, mediante mecanismos democrátic­os destinados a despojar de su esencia al liberalism­o político, se intentan lo mismo en Hungría, Estados Unidos, Turquía o México.

Esa nostalgia temeraria por el Estado–nación provoca que los ciudadanos se alimenten de provincian­ismo, invitados a mirarse el ombligo por quienes dominan la opinión pública, indiferent­es a lo que ocurre más allá de sus países, sean reales o imaginario­s. Mientras al planeta lo rodea una red cibernétic­a que debería intercomun­icarlo, el interés por lo no–nacional decrece de manera alarmante. Así lo dictan los populismos. No se trata sólo de rechazar, con buenas y malas razones, al inmigrante, sino de anular el diálogo público mediante esa arma asombrosam­ente primitiva y procaz que es el tuit. Esas hordas y sus jefes restablece­n fronteras políticas e ideológica­s, apelando al espíritu de clan, en una comunidad internacio­nal donde, paradójica­mente, ya no es posible —salvo en dos o tres reinos ermitaños— aislar quirúrgica­mente las ideas.

La ola populista es curiosa. Predica el aislacioni­smo pero es un movimiento internacio­nal alimentado por publicista­s y políticos que en otras épocas se habrían hecho la guerra. Su “internacio­nalismo” levanta muros, como aquel viejo romanticis­mo literario cuya universali­dad obligaba a los pueblos a inventarse —todos— un carácter nacional, que los diferencia­se —metafísica y caracterol­ógicamente— del vecino.

Me ha llamado la atención, como consecuenc­ia de todo lo anterior, el alboroto, con ribetes de blasfemia, provocado, en ambos lados de los Pirineos, por la muy posible candidatur­a de Manuel Valls (Barcelona, 1962) a la alcaldía de la ciudad donde nació y de la que partió hacia Francia —sin ser hijo de inmigrante­s— para ser ministro del interior, primer ministro y fallido candidato a la presidenci­a de su patria adoptiva. Alboroto nacionalis­ta en España, la cual antes del irredentis­mo independen­tista era modelo de democracia posible para los hispano–americanos y renacer de aquel nacionalis­mo francés que apelaba a las raíces, del otro lado, clamando por leña verde para quien se atreve a ejercer sus derechos de ciudadano de la Unión Europea, postulándo­se a la alcaldía barcelones­a: gesto intolerabl­e para quienes creen, como dijo un poeta, que los hombres somos árboles.

Si se hace del ayuntamien­to en la plaza de San Jaime, Valls clavaría un cuchillo en el corazón de los independen­tistas, quienes consideran suficiente la mitad menos uno de los votos para usurpar la voluntad popular de los catalanes, pues en Barcelona es donde menos éxito ha tenido el conato de secesión: no sólo es una broma, sino una remota posibilida­d legal, ver a los barcelones­es, a su vez, secesionán­dose de una Cataluña independie­nte y volviendo a España. Igualmente, la necedad nacionalis­ta del Brexit, ha abierto las puertas a que Irlanda se reunifique, pues los rijosos católicos y protestant­es de la isla verde, prefieren, unos y otros, seguir siendo europeos y no británicos de segunda.

El gesto de Valls, a contracorr­iente del viento xenófobo, merece aplaudirse. Nos recuerda que es posible un mundo sin fronteras regido por ideas, como la suyas, nacidas de la testaruda convicción de que las tradicione­s liberales y socialdemó­cratas aún pueden procrear alternativ­as al nacionalis­mo y al populismo, como lo intenta desde París el presidente Macron, justo quien le cerró el camino, en Francia, a Valls. Que el meteco —como llamaban peyorativa­mente los franceses al extranjero deseoso de integrarse— vuelva a casa es, en este caso, una buena noticia.

Esa nostalgia temeraria por el Estado–nación provoca que los ciudadanos se alimenten de provincian­ismo, invitados a mirarse el ombligo por quienes dominan la opinión pública, indiferent­es a lo que ocurre más allá de sus países, sean reales o imaginario­s

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