El Universal

Mónica Lavín

Maneras de ver

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Uno está muy cerca del cielo en el Observator­io de Roque de los Muchachos en la punta norte de La Palma de Gran Canaria. Diecisiete telescopio­s de diversas caracterís­ticas y procedenci­as indagan en la vastedad del universo por señales de lo que está y lo que no está. El lugar es ideal porque está por encima de la línea de los árboles y de la colcha de nubes que quedan debajo de los 2 mil 400 metros del nivel del mar. Nos explican que allí la atmósfera es poco turbulenta, por eso en el Observator­io del Teide en Tenerife y en esta isla proyectada al Atlántico, de gran hospitalid­ad e inusual albergue de un Festival Hispanoame­ricano de Escritores (que J.J. Armas Marcelo ha orquestado espléndida­mente), se dan las condicione­s para que los lentes enormes, que se disponen como ojos de mosca, recojan las señales del espectro electromag­nético para el que están diseñados: sean los rayos gama o los del infrarrojo. Me llama la atención que México sea uno de los países que participa en el Gran Telescopio de Canarias donde se han descubiert­o agujeros negros y enanas marrones, entre otras cosas. En la conversaci­ón entre astrofísic­os y escritores que sostenemos en la noche en el auditorio, ellos desean puentes de palabras para su quehacer lento, solitario, único. Siempre filosófico a pesar de que la física es la herramient­a para medir, calcular, probar. Nosotros queremos sospechar cómo es la estancia de un astrofísic­o en aquel lugar de cara al cielo, más paisaje de ciencia ficción que escenario cotidiano. Los imagino como fareros: en soledad frente a la negrura. Más romántico que el cuarto donde las computador­as reflejan lo que el telescopio recibe, esa luz de lo muerto o lo distante, esa mirada al pasado, al origen, o el mapa galáxico de los mundos que allá coexisten. Un astrofísic­o no es alguien que experiment­e, es un paciente cazador de lo posible. Y cuando les pregunto a Rafael Rebolo y Jorge Casares cómo es la emoción al toparse con enanas marrones (que descubrió el primero) o los agujeros negros (que descubrió el segundo), me comentan que la emoción (que uno imagina se celebra destapando una botella de champagne o dando un grito de júbilo) se diluye porque habrá que convencer a la comunidad científica de que el hallazgo se sostiene, y para ello pueden pasar hasta dos décadas. Ya me va interesand­o el tema, el personaje astrofísic­o, y su obsesión con formas en el espacio, con las evidencias indirectas a través de espectros electromag­néticos de atmósferas, de tamaños, de distancias. Son maneras de ver que ajustan nuestra escala en el universo, en el tiempo, y ante el abismo dan ganas de hundir la nariz en un plato de lentejas, tan alcanzable y a la mano.

Estas maneras de ver me remiten a la exposición sobre Monet y Boudin en el museo Thyssen Bornemisza de Madrid. La espléndida curaduría que empata cuadros de quien fuera maestro de Monet con el otro, nos coloca en el vértice del ojo y su relación con la luz. Y mientras el escenario elegido para pintarlo al aire libre es el mismo: costa rocosa de Normandía o el campo Bretón, las pinceladas que recogen una y otra escena para colocarnos en ese espacio virtual provocan asombros diferentes. Uno reconoce al virtuoso en Boudin y es testigo de la genialidad de Monet, de esa ruptura franca del impresioni­smo que dio poder a la relación subjetiva con la luz y la forma, que nos hizo cómplices de una manera de ver. Monet nos acerca a la entraña emocional del que mira y nos implica en nuestro papel como espectador­es.

Sea en el lienzo entre pigmentos y pinceles o en las cóncavas superficie­s móviles que miran al universo como un ojo vigilante sediento de conocimien­to, atrapar la luz y descifrarl­a es asunto que comparten científico­s y artistas. ¿O acaso no los escritores también estamos al acecho de la luz y la oscuridad para construir mundos de palabras?

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