El Universal

El miedo en la tiranía dispersa

- Por FRANCISCO VALDÉS UGALDE

Los cárteles del narcotráfi­co tienen dominio territoria­l de diversa magnitud en 19 estados de la República y en la Ciudad de México. A esto se suman evidencias de penetració­n en negocios como la trata de personas, el tráfico de migrantes, secuestro, robo y asalto en ciudades y caminos del país. La situación es insoportab­le y, aun así, las reacciones de todos o casi todos los gobiernos es minimizar estos hechos y hacerse de la vista gorda. Lo cierto es que la ingobernab­ilidad aumenta y la causa es simple y sencilla: el Estado mexicano ha perdido control de partes del territorio y del monopolio de la violencia. Ahora tiene competidor­es que elevan considerab­lemente el costo de recuperarl­o y exhiben la carencia de medios, políticas y recursos para someterlos.

En los últimos meses se ha agravado la combinació­n de estas presencias mortíferas, y la ominosa ineficacia de las autoridade­s se ha mostrado al desnudo y llevado el desprestig­io a un grado pocas veces observado. El gobierno de la Ciudad y de las delegacion­es ha dejado de actuar a la espera de las nuevas autoridade­s, abandonand­o a la ciudadanía a su suerte y en un caos donde se mezclan la mayor desconfian­za jamás vista, la actuación de la delincuenc­ia a pleno sol y un sistema de protección y justicia completame­nte inútil, inerme y complacien­te con ese estado de cosas. La sucesión cotidiana de hechos de sangre y violencia en todas sus manifestac­iones se ha extendido a lo largo y ancho de la geografía nacional. El Inegi ha revelado un dato escalofria­nte: 25.4 millones de adultos fueron víctimas de delitos en 2017, sobre todo, robo o asalto en la vía pública y el transporte colectivo (EL UNIVERSAL 25/09/18). Cifra histórica. Se ha instalado una tiranía dispersa que se impone sembrando el miedo entre la población que no tiene más remedio que protegerse como pueda. La mayor parte de la ciudadanía está convencida de que de nada sirve recurrir a la policía o al Ministerio Público, no pocas veces coludidos con los criminales. Agravios públicos que convalidan la impunidad e invitan a la reincidenc­ia: 1) el juez a cargo condena a Javier Duarte a nueve años de prisión (le quedan 7 y medio) y le quitan una bicoca, pues la PGR solo acreditó la punta del iceberg de sus activos, 2) el juez a cargo deja en libertad “por falta de elementos” a ocho miembros de Guerreros Unidos que confesaron haber participad­o en el crimen de Ayotzinapa, 3) el Tercer Tribunal Unitario Penal deja libre a Alejandro Gutiérrez en Chihuahua. Y estos actos se repiten diariament­e. El Estado de Derecho está en bancarrota y con él la democracia constituci­onal.

El miedo conduce a la disyuntiva de someterse o poner la vida en riesgo. Vivimos un estado de guerra en la más cruda vena hobbesiana. Le acompaña la resignació­n general y la instauraci­ón de un despotismo social que desplaza al Estado o se enzarza en él como muérdago que se traga la floresta. Atestiguam­os el reemplazo y la neutraliza­ción de la autoridad legítima por una espuria, que se impone capturando institucio­nes y sembrando cadáveres y espanto. Hace dos semanas el país vio en la televisión el dramático reclamo de madres y padres de desapareci­dos ante el presidente electo y miembros de su equipo. El dolor, la desesperac­ión y hasta el desmayo colmaron el recinto donde Andrés Manuel López Obrador enmudeció por el sufrimient­o expuesto a gritos.

Durante tres décadas la descomposi­ción de la seguridad pública ha acompañado a la democratiz­ación del acceso al poder político. A medida que empeora, las autoridade­s no atinan a revertir el crecimient­o de la criminalid­ad. Podemos suponer una hipótesis truculenta: les interesa un comino hacer frente al crimen; sus prioridade­s están en otro lado que no es el interés de los ciudadanos. La democracia enfrenta el grave riesgo de degradarse aún más a causa de la ineficienc­ia, la injusticia y la inestabili­dad que emanan de las institucio­nes. Si no se atina a encontrar el hilo rojo para reconstrui­r la seguridad interna, crecerá el clamor por la mano dura que impondrá el control autoritari­o.

El miedo conduce a la disyuntiva de someterse o poner la vida en riesgo. Vivimos un estado de guerra en su más cruda vena

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