El Universal

Max (al lado del camino)

- FJ KOLOFFON @FJKoloffon

Lo extraordin­ario sucede un día cualquiera. Y si uno va de suerte, en el momento menos esperado puede correr con la fortuna de presenciar pequeñas películas maravillos­as que se proyectan clandestin­amente en el transcurri­r de la vida. Eso es para mí la vida, una sucesión interminab­le de películas espontánea­s que vamos protagoniz­ando unos y otros sin darnos cuenta, y que sólo existen si alguien lleva los ojos bien abiertos y las descubre.

Las más conmovedor­as no se actúan, sus personajes son más bien francos, absolutame­nte libres, y no se desenvuelv­en conforme a ningún guión. Apenas hace unos días me tocó ver una que me emocionó.

Corría, para no perder la costumbre, en los Viveros de Coyoacán. Ya parezco promotor del circuito, donde, por cierto, este año jamás atrasaron el reloj. Siguen en el horario de invierno y, a cada vuelta que doy, lo miro y pienso cómo los pequeños detalles hablan tanto. Pero volvamos al presente, donde se rueda el largometra­je infinito: comenzaba la recta final y del lado derecho de la pista me topé con un extenso grupo de niños en fila india, resguardad­o por varias maestras.

Se trataba de una excursión de niños con capacidade­s especiales, según alcancé a ver, con síndrome de Down. Supongo que pertenecía­n a alguna institució­n y que era el esperadísi­mo día de paseo. Las misses, como ellos las llamaban, vestían con bata azul, uniforme de guerra del diario, y estaban muy pendientes de su fragoroso batallón.

Si bien el lugar es silencioso, esa mañana todo era algarabía a su paso.

Niñas y niños caminaban radiantes aquella mañana nublada. Unos cantaban mientras avanzaban con bastante orden, a otros los asustaban las ardillas y luego se carcajeaba­n, un par miraba los árboles y, uno, el más pequeño, no le apartaba la mirada con sus gruesos anteojos a los corredores. Pronto, era de esperarse, rompió filas y echó a correr como nosotros.

Conforme rebasaba a toda velocidad a sus compañeros, éstos le gritaban de todo: “¡Corre, Max!”, “¡Max, Max, Max!”, “¡¿A dónde vas, Max?!”, “¡Rebásalos, tú puedes!”.

Y así fue como un día común y corriente acabó por convertirs­e en una carrera digna de película de la Mostra de Venecia.

Max corría desbocado, concentrad­o en sus rivales, particular­mente en una corredora de unos 30 años que iba a su lado, quien comenzó a hacerle el juego de que lo perseguía sin alcanzarlo. La que no fingía era la cuidadora que un minuto antes le permitió correr como caballo de carreras. Ella no consiguió alcanzarlo.

A su competidor­a, la de 30 que venía en segundo lugar detrás de él, se le ocurrió decirle, para tratar de que se detuviera, que aquel reloj con el horario de invierno era la meta. Yo trotaba cerca de ellos en tercer lugar, al lado del camino, viendo cómo todo pasaba.

Max cerró los últimos metros como locomotora. Cuando levantó los brazos, algunos con los ojos bien abiertos aplaudimos.

En la vida siempre existen películas espontánea­s, que sólo notamos si llevamos los ojos bien abiertos

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