El Universal

“¿Qué tal si me vuelven a encerrar?”

Amigos o enemigos, todos abrazaban a quien salía libre

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“Sólo quiero hablarte de una fotografía. Es esta de aquí, la elegí porque se me ve sonreír y ese es un hecho que pocas veces ocurre, siempre tengo la jeta seria”. A la izquierda de la imagen se ve a Javier Ramos Rodríguez, quien se define como “un hombre muy malencarad­o”. “Hay un grupo de compañeros cerca de la reja, estamos a punto de despedir a uno o dos que obtuvieron su libertad. La noticia se daba de imprevisto, muchas veces ni siquiera con un día de anticipaci­ón: pasaban los custodios con una lista y nos decían: ‘Fulano, fulano y zutano, ¡vámonos!’”, cuenta. “Y si te decían: ‘¡Vámonos!’, no te esperabas a que te lo repitieran: agarrabas tus tiliches y punto. “Acompañába­mos a los que salían hasta la reja de la crujía, no podíamos ir más allá. “La despedida era muy emotiva: abrazabas a los más allegados, palmoteaba­s hasta con los que no tenías relación. Nos reuníamos en torno a ellos, hacíamos la ‘V’ de la victoria con las manos y cantábamos las porras del Poli y de la UNAM. “Después venía la depresión, el mentado carcelazo. Estábamos muy contentos por los que salían, pero tristes por nosotros que nos quedábamos. Era subirse a la celda, encerrarse y quedarse dormido o llorando. “Entre nosotros nos burlábamos. —Salir es cuestión de días —decía uno. —¿De Díaz Ordaz? —le contestaba­n. “Nos podía durar el carcelazo un día, dos o tres... a unos les daba insomnio, otros cazaban ratas o hacían maldades; mucha gente no salía de su celda ni se bañaba, se la pasaba todo el día durmiendo y sólo de noche se levantaba. Era un momento depresivo tremendo. “Lo más difícil de estar en la cárcel no es tanto ser joven, tener 18 años y no saber cuándo vas a salir. Eran las provocacio­nes, el riesgo de perder la vida, no tener asegurada nuestra integridad física. “Cuando me avisaron que iba a salir, no me lo creía. Ese día, cuando el custodio dijo mi nombre, subí a mi celda, la 44 de la crujía “C”, guardé mis libros y mi ropa. Corrí. “Al salir, la sensación fue padrísima: los colores los veía más intensos y todo me pareció más bonito. Llegué a mi casa, me di un baño y besé a mi madre y a mi abuela. Luego salí a caminar, a disfrutar Paseo de la Reforma. “Una vez nada más volví a Lecumberri; me costó mucho trabajo: cuando lograba pasar un pie más allá del portón, me regresaba. “Después de un rato, se me acercó una señorita que trabajaba ahí. —Ya no hay problema —me dijo. —¿Qué tal que me vuelven a cerrar la puerta? —fue lo que contesté. “Cuando llego a pasar por ahí, desde tres o cuatro cuadras antes, comienzo a sentir escalofrío­s. “Tiene una arquitectu­ra muy bonita Lecumberri, pero es un lugar muy feo. “Hubo mucho sufrimient­o ahí”. www.eluniversa­l.com.mx Ve la fotogalerí­a con más imágenes inéditas

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