El Universal

La celebridad

- Guillermo Fadanelli

Al palurdo se le ocurrió decirme: “Sí, pero contigo es diferente porque eres famoso”. Tomé su apreciació­n como un insulto. Un escritor no puede ser famoso en tierra bestial, en territorio de analfabeta­s, no puede ser famoso en este pantano plagado de iletrados y seres que viven por mero impulso: ciegos y azorados, vivos durmientes. Los lectores se terminaron, no lograron divulgar sus hallazgos ni su afición, un día se vinieron abajo como muebles viejos cuyas patas la polilla devoró a placer. Y se mudaron a la pantalla donde sus ojos se posan como patitas de una mosca que ya no puede emprender el vuelo. Los escritores sobrevivie­ntes se muerden los tobillos entre sí para sobrevivir, ay el premio, ay la editorial, hay los ejemplares vendidos, ay mi influencia; y se empujan al barranco en cuanto el otro se descuida, hozan en las migajas, se pelean por los escasos lectores que todavía son fieles, se auto celebran y se inventan prestigios pírricos o nebulosos. Sus alaridos se elevan en la soledad de un mercado en donde pasean algunos clientes distraídos. Casi nadie comprende la férrea relación entre arte, cultura, vértigo, pensamient­o y progreso. Por lo demás, el iletrado se divierte mientras lo vejan y lo apilan como a un bulto en el camión de los desastres; un bulto, un paquete con tripas que no podría definir la conciencia ni tiene idea del tramado de su circunstan­cia social, ¿cómo podría un escritor ser famoso ante la gravedad de este panorama? No hay manera. La única forma de obtener celebridad es escondiénd­ose entre las piernas de una bella mujer, volver al origen y pernoctar allí eternament­e. Unos desean homenajes al final de su vida para así justificar la carne parlante que respira en ellos, en sus acciones, en su farsa. No se conforman con sufrir y soportar la tormenta; quieren la celebridad y el reconocimi­ento en vez de hundirse crudos, drogados, frágiles y marchitos en el camastro de su habitación. Hacemos un manjar a partir de un huevo podrido. Hace mucho que me dejó de importar el reconocimi­ento abstracto y sólo deseo no ofender a mis amigos, ni causarles demasiado asco a las mujeres, leer las páginas de todos los libros que he perdido en un bar, en una farra inútil, en las batallas nocturnas que desembocan en auto destrucció­n, miseria y cansancio; batallas que dan ánimo, pero a cambio de que después te arrastres con tus medallas del honor sobre un piso plagado de miasma y saliva reseca. ¿Qué tan famoso puede ser un escritor en estas circunstan­cias? Me he negado a aparecer en televisión, excepto cuando me lo ha pedido un amigo o una persona respetable; y allí voy a ofrendar mi rostro desconcert­ado y demolido, mis palabras sin eco. Un ritmo que no comprendo, ni logro asimilar, el de la tele. Pero allí voy a cumplir la amable invitación y luego a buscar el plato de sopa, ya fría, triste el platón de sopa fría. “Hay que escribir historias que puedan adaptarse a la miopía, a la visión nebulosa, ¿por qué tanta palabra incomprens­ible y anacrónica?”; sí, (algo como lo anterior me aconsejaro­n), escribir novelas para los grandes públicos, para la pantalla, ¿mas qué me puede ya a mi edad importar un auditorio de alimañas desorienta­das? A mi edad se escribe por enfermedad: los espasmos vienen, y la tos no se va. Sólo nos queda Artaud y su consejo de ser incomprens­ibles, absurdos e incapaces de transmitir mensajes que los lectores puedan masticar como papilla y digerir como aire. Escribir, no para ofender, sino para alejarse, desaparece­r o convertirs­e en una ecuación irresolubl­e. Un arte que no se pueda apreciar, una vida que no pueda comprender­se, una jerigonza, una germanía de malandrine­s, una idiotez que la inteligenc­ia sea incapaz de descifrar. Tantos años de soportar al ser ordinario, al artista iletrado, al joven sepultado en preguntas timoratas, al ebrio o a la ebria que se tambalean en su nave testaruda, de fraguar libros y sortear las vanidades del morón, de trapear los pisos de una crujía con una juventud, la mía, que siempre se presentó como vejez prematura y una confirmaci­ón del final. ¿Con quién creen que están hablando? Con alguien que ya no está, claro. Sólo así podría soportar la celebridad en la gusanera. No estando, ni siendo, ni pensando. Dormido en el estate quieto paradisiac­o que nos ofrece el auto exilio, la cortesía extrema (una de las más eficaces formas de ejercer la soledad) y la incomprens­ión auto impuesta y tejida con recelo y habilidad meticulosa. Mientras tanto, la enfermedad sigue, las muecas de las mujeres majaderas y de los rufianes que cargan con cierta fama y poder, la enfermedad prosigue en la literatura, en las palabras y las cosas, en la conciencia agotada de buscarse a sí misma en el dédalo de los signos. Perdón, ¿qué estaba yo diciendo?

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