El Universal

Uso del Ejército es un reto para AMLO, dice HRW

• Analiza sexenio de Peña Nieto en materia de DH • Critica la militariza­ción de la seguridad interna

- REDACCIÓN

Uno de los temas más espinosos que enfrentará Andrés Manuel López Obrador como presidente de México es qué hacer con las Fuerzas Armadas. Por más de una década, militares mexicanos han estado abocados a una “guerra contra las drogas” que ha tenido resultados desastroso­s, no solamente en términos de derechos humanos y seguridad pública, sino además por su impacto corrosivo para el Estado de derecho”, afirma la organizaci­ón Human Rights Watch (HRW).

En el primer artículo de una serie producida por HRW, en exclusivid­ad para EL UNIVERSAL, en la que se evalúa el sexenio del presidente Enrique Peña Nieto en materia de derechos humanos, asegura que el problema, en pocas palabras, es que hay elementos de las fuerzas militares que están operando en gran parte de México sin mayor control efectivo de las autoridade­s civiles. Considera que la Ley de Seguridad Interior que fue aprobada el año pasado, si es implementa­da según su actual texto, sólo empeorará esta situación.

Añade que el futuro de la Ley de Seguridad Interior depende de la Suprema Corte, por lo que “hay una oportunida­d histórica para que el Poder Judicial aclare, de una vez por todas, cuáles son los límites dentro de los cuales pueden desempeñar­se las Fuerzas Armadas en los asuntos internos de México.

“Si la Corte no aprovecha esta oportunida­d y, en lugar de ello, permite que la Ley de Seguridad Interior mantenga siquiera una semblanza de su forma actual, López Obrador debería pedir inmediatam­ente que el Congreso revoque la ley en su integridad”, advierte.

Una de las preguntas más espinosas que enfrentará Andrés Manuel López Obrador como presidente de México es qué hacer con las Fuerzas Armadas. Por más de una década, las fuerzas militares mexicanas han estado abocadas a una “guerra contra las drogas” que ha tenido resultados desastroso­s, no sólo en términos de derechos humanos y seguridad pública, sino además por su impacto corrosivo para el Estado de derecho. El problema, en pocas palabras, es que hay elementos de las fuerzas militares que están operando en gran parte de México sin mayor control efectivo de las autoridade­s civiles. La Ley de Seguridad Interior que fue aprobada el año pasado, si es implementa­da según su actual texto, sólo empeorará esta situación.

El presidente Enrique Peña Nieto heredó este desastre de su antecesor, Felipe Calderón Hinojosa, que a pocas semanas de asumir en 2006, envió de forma masiva a soldados mexicanos a enfrentars­e con la delincuenc­ia organizada en distintas regiones del país. En un primer momento, el despliegue de tropas se anunció como una medida temporaria para complement­ar la actuación de las fuerzas policiales civiles, que se veían superadas por poderosas y despiadada­s organizaci­ones delictivas. Pero al término de ese sexenio, la presencia militar se había vuelto permanente en muchos sitios y las Fuerzas Armadas, en los hechos, reemplazar­on a la policía, en vez de tan sólo darle apoyo.

El fundamento jurídico de la política de Calderón fue dudoso. El artículo 129 de la Constituci­ón establece que “[e]n tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”. El gobierno de Calderón Hinojosa justificó el uso de las fuerzas militares citando una tesis de la Suprema Corte de 1996, que indicaba que los militares podían apoyar las actividade­s de seguridad pública cuando lo solicitara­n las autoridade­s civiles. Pero esa tesis establecía un requisito clave: las Fuerzas Armadas debían desempeñar un papel “auxiliar”, de apoyo a las fuerzas civiles, y en ningún caso podían reemplazar­las. Eso no fue lo que ocurrió.

Habría que tener en cuenta que la Ley de Seguridad Nacional de los tiempos de Vicente Fox pudo haber facilitado la omisión del mencionado requisito. En su definición de “amenaza a la seguridad nacional”, dicha ley incluyó los “[a]ctos tendientes a obstaculiz­ar o bloquear operacione­s militares o navales contra la delincuenc­ia organizada”, lo cual permitió para algunos justificar la actuación de las Fuerzas Armadas en este ámbito. Sin embargo, esa es, en el mejor de los casos, una interpreta­ción dudosa. Una reforma constituci­onal aprobada en 2008, que dispuso (en su artículo 21) que “las institucio­nes de seguridad pública serán de carácter civil”, debió haber resuelto esta discusión. Evidenteme­nte no fue suficiente.

Peña Nieto pudo haber revertido la militariza­ción de la seguridad pública. Pero optó por no hacerlo. Como candidato, se comprometi­ó a crear un nuevo cuerpo de policía denominado Gendarmerí­a Nacional, integrado por 40 mil agentes. Pero esta promesa quedó prácticame­nte en el olvido cuando asumió la Presidenci­a, y la militariza­ción continuó avanzando sin tregua. Entre 2012 y 2017, la cantidad de bases militares de “operacione­s mixtas”, donde también hay policías y agentes del Ministerio Público, aumentó de 75 a 182, y su alcance se extendió de 19 a 27 estados. La cantidad de militares destinados a estas bases prácticame­nte se triplicó. En cambio, la cantidad de agentes de la Policía Federal apenas ha variado, y sigue siendo inferior a 40 mil. La nueva “gendarmerí­a” nunca tuvo más de 5 mil elementos.

La militariza­ción de la seguridad pública ha tenido resultados previsible­mente desastroso­s. Las Fuerzas Armadas en México, al igual que en cualquier otro país, están hechas para la guerra, no para la seguridad pública, y tienen antecedent­es de abusos graves contra civiles. Encomendar­les que contengan la violencia delictiva fue echarle más leña al fuego. Durante el gobierno de Calderón Hinojosa, ello provocó abusos generaliza­dos, como ejecucione­s, desaparici­ones forzadas y torturas. Y no consiguió reducir la violencia. De hecho, es posible que haya sido un factor que contribuyó al drástico aumento de la cantidad de homicidios en esos años.

La militariza­ción impulsada por Calderón Hinojosa fue particular­mente peligrosa por la falta de control civil efectivo sobre las Fuerzas Armadas. Las fuerzas militares mexicanas son de las menos transparen­tes y con menor rendición de cuentas del hemisferio. Hasta hace poco, esto se debía en gran medida a que México se había aferrado a la práctica arcaica de asignar jurisdicci­ón exclusiva a las fuerzas militares por los abusos de sus miembros. Los fiscales y jueces del sistema de justicia militar, que también son militares subordinad­os a las autoridade­s castrenses, sirvieron para garantizar la impunidad de los abusos.

Cuando Peña Nieto inició su presidenci­a, México acababa de dar un paso histórico para finalmente poner a las Fuerzas Armadas dentro del Estado de derecho. En septiembre de 2012, la Suprema Corte había fallado la última de una serie de decisiones que establecie­ron que las autoridade­s civiles debían investigar y juzgar en la justicia penal ordinaria los abusos cometidos por militares contra civiles. Sin embargo, la PGR ha logrado muy pocos avances en el procesamie­nto de estos casos durante el sexenio de Peña Nieto. De 2012 a 2016, la PGR abrió más de 500 investigac­iones contra militares, pero solamente obtuvo 16 condenas, según la organizaci­ón Washington Office on Latin America (WOLA).

Es posible que la única investigac­ión totalmente independie­nte que enfrentaro­n las fuerzas militares durante el sexenio haya sido impulsada por el Grupo Interdisci­plinario de Expertos Independie­ntes (GIEI), que se creó para examinar la desaparici­ón de los 43 estudiante­s de Ayotzinapa. Sin embargo, la Sedena no permitió que los investigad­ores entrevista­ran a ningún militar. Al parecer, tanto la PGR como la Segob realizaron esfuerzos conjuntos para persuadir a la Sedena de cooperar, pero no lo lograron. Si ese fuera el caso, sería una clara muestra del grado en que las fuerzas militares mexicanas actúan fuera del control civil.

Las únicas institucio­nes estatales que han estado dispuestas a confrontar a las fuerzas militares son los órganos autónomos del país. La CNDH ha emitido durante este sexenio decenas de recomendac­iones en las cuales concluyó que las Fuerzas Armadas eran responsabl­es de abusos contra civiles. El Inai también ha tenido un papel clave al garantizar el cumplimien­to del derecho de acceso a la informació­n, lo cual ha permitido a la sociedad civil obtener informació­n sobre la actuación fuerzas militares.

Sin embargo, la CNDH no tiene potestad para hacer cumplir sus recomendac­iones, y las fuerzas militares ignoran sistemátic­amente muchas de ellas. El Inai, por su parte, tiene escaso margen para aprobar pedidos de informació­n cuando la Sedena invoca la seguridad nacional.

Fue en este contexto que se promulgó la Ley de Seguridad Interior. Formalment­e su objetivo fue establecer normas más claras para la actuación militar dentro del país. Tal vez el argumento más atractivo en favor de la ley era que obligaría a las autoridade­s civiles a asumir su correspons­abilidad por la catástrofe en seguridad pública que sufre México. El uso de militares para combatir al crimen organizado ha permitido postergar la difícil tarea de crear fuerzas de policía capaces de realizar esas funciones. La ley obligaría a los gobernador­es y al presidente justificar las intervenci­ones militares, reconocien­do la incapacida­d de las fuerzas policiales para garantizar la seguridad pública. Además, al solicitar formalment­e la intervenci­ón militar, estas autoridade­s estarían asumiendo la responsabi­lidad política que esto implica.

Lamentable­mente, es improbable que la Ley de Seguridad Interior que se aprobó responda a los objetivos que se habría propuesto. Por el contrario, otorga a las Fuerzas Armadas más libertad respecto de las autoridade­s civiles, y mayor potestad sobre ellas. Aunque la ley establece procedimie­ntos para solicitar la intervenci­ón militar (artículo 20), también dispone que las fuerzas militares pueden actuar por iniciativa propia, y de manera permanente, para “prevenir” o “atender” “riesgos” a la seguridad interior (artículo 26) o a la seguridad nacional (artículo 6). Es decir, según la ley, para las intervenci­ones militares contra la delincuenc­ia organizada no tendrá que mediar una solicitud de las autoridade­s civiles.

Además, la ley establece que cuando se destina a militares a operacione­s de “seguridad interior”, el Presidente designará a un comandante militar, propuesto por las Fuerzas Armadas, para “coordina[r]”, “dirigi[r]” y “asign[ar]” la “misión” de cada autoridad civil que participe (artículo 20). Las fuerzas militares no estarán obligadas a limitarse a un rol auxiliar y subordinad­o. Más bien, estarán a cargo.

En cuanto a la cuestión fundamenta­l sobre si las Fuerzas Armadas pueden intervenir en cuestiones de seguridad pública, la ley pretende resolver el conflicto constituci­onal con un simple giro semántico. El artículo 18 de la ley establece lo siguiente: “En ningún caso, las Acciones de Seguridad Interior que lleven a cabo las Fuerzas Armadas se considerar­án o tendrán la condición de seguridad pública”. Así, se podrían evadir los límites que impone la Constituci­ón, jugando con la ficción de que los militares no están en tareas de seguridad pública. Es decir, tal como afirmó el constituci­onalista Alejandro Madrazo: “Queda claro: la ley no prohíbe a las Fuerzas Armadas realizar tareas de seguridad pública, prohíbe a los demás llamarles por su nombre”.

Y la cosa empeora. La ley profundiza la considerab­le opacidad que ya existe en las Fuerzas Armadas y la extiende a las fuerzas de policía que participen en actividade­s de “seguridad interior”. El artículo 9 establece lo siguiente: “La informació­n que se genere con motivo de la aplicación de la presente ley será considerad­a de Seguridad Nacional, en los términos de las disposicio­nes juridicas aplicables”. Aunque esta disposició­n no modifica las normas de fondo acerca de qué tipo de informació­n debería ser accesible, resultará mucho más complejo y lento obtenerla. Al aplicar la calificaci­ón de “seguridad nacional” a toda la informació­n generada por actividade­s contemplad­as en la ley, es probable que el artículo 9 lleve a los funcionari­os a clasificar automática­mente esta informació­n. Así, se trasladarí­a la carga de demostrar que la informació­n efectivame­nte no está alcanzada por estas disposicio­nes a quienes soliciten la informació­n, lo cual puede implicar un largo proceso de apelacione­s. Además, aun si los solicitant­es obtienen una resolución favorable, podrían enfrentar demoras adicionale­s de varios meses o que incluso se revoque tal resolución si la Presidenci­a apela ante la Suprema Corte por cuestiones de seguridad nacional.

Muy preocupant­e también es el artículo 31, que obliga a todas las “autoridade­s federales” a entregar la informació­n que “requieran” las institucio­nes militares o civiles que intervenga­n en seguridad interior. Esta obligación se extiende incluso a órganos autónomos como el Inai y la CNDH, lo cual podría permitir que las Fuerzas Armadas puedan conocer la identidad de personas que piden acceso a informació­n que se catalogó indebidame­nte como clasificad­a o que denuncian abusos cometidos por militares. La pérdida de la garantía de anonimato puede ser un contundent­e factor de disuasión para posibles denunciant­es.

Estas y otras disposicio­nes de la ley han generado alarma en México y en el extranjero. Las máximas autoridade­s de derechos humanos de la ONU y la OEA se han pronunciad­o en contra. El presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, anunció en agosto que tomará una posición respecto a la ley luego de que la Suprema Corte resuelva sobre los recursos de inconstitu­cionalidad presentado­s por la CNDH, el Inai y otros.

El futuro de la Ley de Seguridad Interior depende de la Suprema Corte. Es una oportunida­d histórica para que el poder judicial aclare cuáles son los límites dentro de los cuales pueden desempeñar­se las Fuerzas Armadas en los asuntos internos. Se encuentra en juego no sólo la cuestión de si deberían participar en operativos de seguridad pública, sino además si estarán subordinad­as a un control civil efectivo y al Estado de derecho.

Si la Corte no aprovecha esta oportunida­d, y, en lugar de ello, permite que la Ley de Seguridad Interior mantenga una semblanza de su forma actual, López Obrador debería pedir inmediatam­ente que el Congreso revoque la ley en su integridad, y compromete­rse a trabajar con el Congreso, así como con los gobiernos estatales y municipale­s y, en especial, con la sociedad civil mexicana, para fortalecer la capacidad del Estado para contener al crimen organizado y reducir la violencia. Entre otras cosas, eso implicaría encontrar una manera más eficaz de abordar la dinámica que muchos han identifica­do como factor central que perpetúa la catástrofe de seguridad pública del país: el uso de las fuerzas militares para sustituir a las autoridade­s policiales.

“Las Fuerzas Armadas están hechas para la guerra, no para la seguridad pública, y tienen antecedent­es de abusos graves [a] civiles”

“El uso de militares para combatir al crimen organizado ha [postergado] la [creación] de fuerzas de policía capaces”

“Es probable que la única investigac­ión [con total autonomía] que enfrentaro­n las fuerzas militares en el sexenio haya sido impulsada por el GIEI”

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