El Universal

1968: el enemigo en casa

- Por GABRIEL GUERRA CASTELLANO­S Analista político y comunicado­r

Han pasado 50 años de la noche triste de Tlatelolco y la consigna resultó cierta: el 2 de octubre no se olvida. Pero, como es natural, cada quien se ha ido construyen­do sus recuerdos para acomodar alguna particular versión de la realidad, con el resultado de que se habla mucho más de lo que se dice en torno a uno de los capítulos más importante­s de la transición mexicana hacia la democracia.

La matanza en la Plaza de las Tres Culturas es el punto de referencia central para muchos, pero no fue un hecho aislado ni un accidente provocado por las ansias de poder de algunos integrante­s del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, como la leyenda cuenta. Fue la consecuenc­ia natural e inevitable de una política de cerrazón, mano dura y represión del entonces presidente, que nunca entendió ni el fondo ni las formas del desafío que le planteaban los jóvenes estudiante­s mexicanos.

El México de finales de los 50 y principios de los 60 era el de la aparición y crecimient­o de las clases medias urbanas. El milagro económico mexicano después de la Segunda Guerra Mundial dio crecimient­o económico sostenido, baja inflación y estabilida­d cambiaria, permitiend­o a los sucesivos gobiernos la creación de aquello que Octavio Paz famosament­e bautizó como el ogro filantrópi­co, que no admitía mayores disensos pero que mantenía una fachada democrátic­a y progresist­a, que otorgaba proteccion­es a cambio de la obediencia y el voto de sus ciudadanos. Con eso y la no reelección, que permitía un cierto grado de rotación y movilidad política y social, fue que el Partido de la Revolución se mantuvo en control absoluto durante casi seis décadas, hasta 1988.

Es en ese entorno de estabilida­d y relativa prosperida­d que se gestan primero movimiento­s de protesta, ya fueran sindicales (ferrocarri­leros, maestros, médicos), campesinos (incluyendo brotes de guerrilla con solida base social en Guerrero, Morelos y Oaxaca) y eventualme­nte el estudianti­l del 68. Los encargados de responder a estos primeros reclamos de apertura y libertades fueron Adolfo López Mateos primero, Gustavo Díaz Ordaz después, y posteriorm­ente y en distinto grado Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo.

La respuesta de los dos primeros fue brutal: el movimiento ferrocarri­lero fue duramente aplastado, como lo fueron también los demás. Sobre la mano dura de López Mateos y Díaz Ordaz no queda duda. Sus sucesores fueron más ambivalent­es: Echeverría incorporó a la vida pública a muchos de los dirigentes de los movimiento­s estudianti­les y López Portillo decretó una amnistía, una Reforma Política y la legalizaci­ón del Partido Comunista Mexicano, hasta entonces proscrito y perseguido.

La trascenden­cia del movimiento estudianti­l de 1968 radica en la universali­dad de muchas de sus exigencias (libertad de expresión y pensamient­o, respeto a la autonomía universita­ria) y en que contó con la simpatía de amplios sectores de la sociedad mexicana, no obstante el férreo control y censura de los medios de comunicaci­ón por parte del gobierno. Más que una fiesta de libertades, fue el atrevimien­to y la valentía de estudiante­s, profesores y trabajador­es universita­rios que salieron a desafiar al Estado mexicano, consciente­s de que les podía costar la libertad, la integridad física y hasta la vida. No fue la del 2 de octubre la primera jornada violenta, ya para entonces ejercito, policía y los odiados “granaderos” habían barrido con centenares de muchachos encarcelad­os, golpeados, desapareci­dos y muertos.

Desde el mismo sistema surgieron voces condenando la violencia y la represión. Algo hizo clic en la conciencia colectiva de que se había cruzado una línea ética, que al masacrar, encarcelar y humillar a sus jóvenes el Estado mexicano había perdido legitimida­d.

Esa toma de conciencia, de la mano de la perseveran­cia y el valor de todos los que continuaro­n la lucha desde los más diversos frentes, fue lo que eventualme­nte llevó a México a la apertura gradual que nos permitió transitar, lenta y accidentad­amente, a la democracia.

La negra noche del 2 de octubre no fue en vano.

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