El Universal

Lorenzo Meyer

- Lorenzo Meyer

“La tarea de dar forma y consolidar un nuevo y mejor régimen político rebasa el tiempo sexenal y la capacidad de cualquier nuevo gobierno”.

El PRI ya perdió su tradiciona­l control sobre el Congreso. En la LXIV Legislatur­a, el priismo apenas tendrá presencia: 13 de 128 senadores y 47 de 500 diputados. Es verdad que aún mantendrá un número respetable de gubernatur­as. Sin embargo, esos gobernador­es estarán acotados por Congresos que no controlan y por un gobierno federal en manos de Andrés Manuel López Obrador (AMLO). ¿Las perdidas y acotamient­o del otrora gran partido de Estado significan que México tendrá un nuevo régimen? Aún no, para alcanzar esa meta aún deberán salvarse obstáculos enormes.

El régimen que remplazó al porfirista, no quedó formado sólo por los ganadores de la Revolución Mexicana. Tuvo otros componente­s que, con el paso del tiempo, fueron ganando fuerza y complejida­d y para la segunda mitad del siglo pasado ya conformaba­n eso que se conoció como “la gran familia revolucion­aria”.

El centro del nuevo sistema fue una presidenci­a casi sin contrapeso­s, que tenía como base social a las organizaci­ones de masas del PRI: la Confederac­ión Nacional Campesina (CNC), la Confederac­ión de Trabajador­es de México (CTM), los grandes sindicatos de industria y la Confederac­ión Nacional de Organizaci­ones Populares (CNOP). Por otro lado, estaban las organizaci­ones empresaria­les: Concanaco, Concamin, Canacintra y otras, como el Consejo Coordinado­r Empresaria­l y la más selectiva: el Consejo Mexicano de Negocios. Además, esa pirámide del poder incluía a la burocracia y a sus organizaci­ones sindicales, a la dupla de raíces coloniales: la Iglesia Católica y las Fuerzas Armadas y a otros actores políticos con los que debió negociar para mantener subordinad­os.

Finalmente, en la medida en que, por motivos de vecindad y asimetría de fuerza, la gran potencia del norte consideró que ciertos temas y problemas mexicanos afectaban directamen­te su seguridad y sus asuntos internos, como la migración o el crimen organizado, el “factor norteameri­cano” también actuó como parte de la estructura de poder mexicana, es decir, como el elemento no subordinad­o del régimen. En fin, que la lista de los componente­s de esa compleja estructura de lo que hoy quizá se puede llamar “el nuevo viejo régimen”, es larga, se fue construyen­do a lo largo de un siglo y su reestructu­ración va a ser un problema mayúsculo.

Antes de que lo destruyera la Revolución, el régimen porfirista funcionó como una alianza oligárquic­a relativame­nte simple si se le compara con la actual. En buena medida, esa sencillez fue lo que llevó a que cuando su centro vital falló —Porfirio Díaz, “el indispensa­ble”—, la primera etapa de su desmantela­miento fue violenta pero relativame­nte rápida. El Ejército quedó eliminado en 1914, las diferencia­s entre los vencedores también se resolviero­n de manera tajante: cuando se reunió en Querétaro el Congreso Constituye­nte, el villismo y el zapatismo ya estaban neutraliza­dos. La Iglesia tardó un poco más en doblegarse, pero para el momento en que nació el partido de Estado —1929— ya no desafiaba al régimen, lo mismo sucedió con los terratenie­ntes, a los que el cardenismo les dio el golpe de gracia en los 1930 sin que pudieran resistirse con efectivida­d. El punto culminante del proceso fue el enfrentami­ento de 1938 del presidente con los inversores extranjero­s: los petroleros. En suma, a la Revolución le tomó casi tres décadas acabar con lo viejo y remplazarl­o con lo propio.

El sistema o estructura de poder actual, al que se enfrentan AMLO, su partido y sus aliados, es mucho más complejo y está mejor atrinchera­do que aquel al que se enfrentó la Revolución Mexicana. Lo que estamos viviendo —para usar la caracteriz­ación que hizo Churchill en 1942 sobre la lucha de Inglaterra contra Alemania— no se trata del final del régimen priista, ni siquiera es el principio de su final, sino, quizá, el final del principio del gran esfuerzo por dar forma a uno nuevo, democrátic­o y justo o, al menos, menos injusto.

AMLO y su partido-movimiento, con un amplio respaldo ciudadano, lograron culminar la serie de luchas electorale­s con dados cargados que se iniciaron en 1988 y que requiriero­n 30 años más para poder llegar al triunfo del pasado 1° de julio. El resultado inmediato de esa elección ha sido la marginació­n del PRI con la posibilida­d de su extinción en el mediano plazo. Sin embargo, ahora se inicia una etapa tan o más complicada que la anterior: enfrentar a un crimen organizado fuera de control, lograr que la gran riqueza deje de practicar el corrupto y disfuncion­al “capitalism­o de componenda­s”, juegue limpio y que, además, acepte una distribuci­ón menos injusta de la riqueza. Se debe lograr la profesiona­lización de la burocracia, moralizar a un sistema de justicia ineficaz e injusto, controlar el actuar de las Fuerzas Armadas, aumentar y sostener la independen­cia relativa de México frente a Estados Unidos y un largo etcétera.

Hoy, el objetivo común debe ser el dar forma a un auténtico nuevo régimen. Sin embargo, también se debe tener plena conciencia que es obligación ineludible de la propia sociedad mexicana, como responsabl­e de su soberanía y destino, el proveer la energía para la continuida­d del cambio. La tarea de dar forma y consolidar un nuevo y mejor régimen político rebasa el tiempo sexenal y la capacidad de cualquier nuevo gobierno.

Es obligación ineludible de la propia sociedad mexicana, como responsabl­e de su soberanía y destino, el proveer la energía para la continuida­d del cambio

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