OBRA MAESTRA... DE LO CURSI
Bradley Cooper debuta como director con la historia original de Wellman & Carson, de 1937
La cinta Nace una estrella recurre al viejo truco de Hollywood, los opuestos que se atraen.
Érase una vez la talentosa compositora-intérprete Ally (Lady Gaga), con baja autoestima, que conoce en el bar gay donde trabaja a Jackson (Bradley Cooper), estrella en decadencia de la música country, en plan de autodestruirse a base de alcohol.
Él la invita a unirse a su grupo y cantar sus canciones. Ella duda. Al final accede. En cuanto canta el inminente primer éxito de su carrera se convierte en estrella. La fama obtenida viene envuelta en amor y dolor.
Es el cuento de hadas favorito de Hollywood: Nace una estrella
(2018), filme debut en la dirección de Cooper, con guión de él mismo, Will Fetters y Eric Roth, “inspirándose” en la historia original de William A. Wellman & Robert Carson filmada por el primero en 1937, re-hecha en 1954 por George Cukor, transformando los personajes de actores en cantantes. Y finalmente producida una vez más en 1976 con Barbra Streisand y Kris Kristofferson, aquí ya convertidos en superestrellas del rock.
Las tres versiones previas (porque son derivadas de El precio de Hollywood [1932]), modificaron detalles sustanciales del argumento. En esta cuarta Cooper no cambia mucho al seguir de cerca la de 1976. Pocas son las diferencias. La fundamental es que él canta y compone algunas canciones con Lady Gaga y el brillante astro del country Lukas Nelson. Esto es la única fortaleza de la cinta.
Cooper dirige con sobrada habilidad, esmerándose en varias escenas, sobre todo durante la primera hora. Pero se nota un defecto: al concentrarse en momentos específicos, la totalidad de la película resulta dispareja, como si Cooper considerara de mayor importancia darle autenticidad casi documental a los conciertos y demostrar cómo él y Lady Gaga de verdad interpretan con inspiración, recibiendo por eso el inmediato aplauso entusiasta del público.
En esta historia de opuestos que se atraen, según lo exige el trágico romance hollywoodense por excelencia, las actuaciones y la música destacan. Es un gran melodrama convencional y nostálgico sobre el éxito y sus inevitables tropiezos, tal cual corresponde al tradicional “sueño americano”, lo que explica por qué Hollywood lo sigue produciendo después de 80 años. Y a algunos les ha bastado para declararlo “obra maestra”. Sin duda lo es. Pero de la cursilería. Es un caramelo, no visual sino auditivo. Nada más.
Cada cierto tiempo aparecen películas-síntoma, reflejo de la sociedad que las produce. Una de ellas es Nación asesina (2018), escrita y dirigida por Sam Levinson. Tiene un punto de partida realista. En el pueblo de Salem, lugar simbólico en EU, donde en el pasado, por rumores, fueron linchadas mujeres acusadas de ser brujas, cuatro jovencitas lidian con el hacker que difundió lo íntimo y delicado oculto en sus celulares. Se trata de la infiel Lily (Odessa Young), la chica trans Bex (Hari Nef), y sus mejores amigas Sarah (Suki Waterhouse) y Em (Abra).
Las consecuencias por hacer públicos los secretos no se hacen esperar. ¿Qué hacer? La respuesta de Levinson es no profundizar en el tema sino elegir la violencia. A pesar de confirmar una aguda sensibilidad para plantear la esencia de su Nación asesina, Levinson imagina un estallido social en exceso fantástico y nada real. Pero, cierto, sirve como cruda metáfora de la vida estadounidense actual, donde con un
Twitter se destruye una vida. El espectador interesado en el tema encontrará decepcionante cómo lo resuelve Levinson. Porque prefirió hacer el filme sobre la vida adolescente más violento en años. Justo eso.