El Universal

Ángel Gilberto Adame La dimisión que sí fue

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El reciente libro de Jacinto Rodríguez Munguía, La conspiraci­ón del 68. Los intelectua­les y el poder: así se fraguó la

matanza (Debate, 2018), es un esfuerzo importante para comprender el crimen que ocurrió el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco y poner ante la historia a todos sus responsabl­es.

Aunque el eje de la investigac­ión es la influencia inobjetabl­e de Emilio Uranga en el gobierno y en la reacción de las autoridade­s a las demandas del movimiento estudianti­l, los documentos que concurren en sus páginas perfilan nuevos datos sobre la intelectua­lidad orgánica al servicio de Díaz Ordaz.

Junto a eso, el autor retorna al controvert­ido tema sobre Octavio Paz y “la renuncia que no fue”. Si bien la separación del poeta del servicio diplomátic­o se ha investigad­o con minuciosid­ad, las conjeturas de Rodríguez Munguía perseveran en una lectura que ya había difundido hace años: Paz mintió, pues siguió el procedimie­nto de la puesta en disponibil­idad que le permitía conservar sus derechos como trabajador del Estado, al tiempo que se preció de mantener un estatuto moral que prácticame­nte ningún otro funcionari­o mexicano tuvo la valentía de emular.

Tras la consulta de distintos archivos, Rodríguez Munguía dio con un aviso administra­tivo de control de personal de la Secretaría de Relaciones Exteriores, en el que se indica que la disponibil­idad de Paz tuvo una vigencia de casi tres años y llegó a su fin el primero de septiembre de 1971. Aparece, además, el sueldo que el escritor supuestame­nte percibió hasta ese momento, que era equivalent­e al de un embajador. Esta informació­n permitió a Rodríguez Munguía formular una nueva conjetura: Paz recurrió a una artimaña legal para tomarse una suerte de licencia, seguir cobrando y esperar su jubilación —dando por cierto que validó su primer empleo en el gobierno en 1941 y que ya habría cumplido los 30 años de servicio que establece la ley para hacer valer ese derecho— y sugiriendo así que había timado a quienes celebraron su reacción ante lo sucedido en la plaza de las Tres Culturas. En 2014, en mi libro Octavio Paz. El misterio

de la vocación (Aguilar), dediqué un ensayo al asunto. Concluí que, si bien Paz no dejó su empleo de manera unilateral, era respetable el que un empleado intentase conservar la prerrogati­va de su retiro. De hecho, en el esclarecim­iento de esta particular­idad no hay menoscabo pues, en el decurso de su correspond­encia, él mismo reconoce que ya había meditado en la posibilida­d de apartarse del servicio público y que lo ocurrido el 2 de octubre apresuraba su decisión.

El debate ha continuado pese a aquellas precisione­s. Ahora es importante añadir el último párrafo a esta historia tantas veces contada y mal contada. En 1968, Octavio Paz ya había iniciado los trámites para su jubilación. Así lo comprueba su expediente personal de la Secretaria de Educación Pública, en el que consta que recibió el nombramien­to de “secretario de internado de secundaria” el 1 de febrero de 1937, antes de ocupar ese cargo en su famosa estancia en Yucatán. Es decir, al presentar su requerimie­nto ante el ISSSTE, Paz solicitó que el cómputo de su trayectori­a como burócrata iniciara en la fecha adecuada, 1937, por lo que desde 1967 cumplió el plazo exigido por la ley.

En el registro de la Dirección de Prestacion­es Económicas, Sociales y Culturales del ISSSTE obra la constancia de que le fue concedido el beneficio pensionari­o el 1 de septiembre de 1970. En el mismo ánimo de aclarar el episodio he comprobado también que desde su separación en 1968 no recibió un solo pago del gobierno, hasta el momento en que se le reconoció como jubilado y que, en ese sentido, su separación fue definitiva pues se negó terminante­mente a ocupar de nuevo un puesto gubernamen­tal.

El relato de este periplo, despojado así de las interpreta­ciones interesada­s y desdeñosas, revela ya incontesta­blemente a un hombre que enfrentó una encrucijad­a histórica con la entereza y el ímpetu de quien se exige congruenci­a, a diferencia de tantos otros intelectua­les cuyo actuar no ha sido juzgado por los tribunales morales tan en boga en nuestros días...

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