El Universal

Carlos Reygadas y la vanguardia agónica

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En Nuestro tiempo (Our Time, Francia-Alemania-Dinamarca-Suecia-México, 2018), poswestern­ista y posranchog­randulón quinto eternometr­aje (173 minutos) del capitalino autodidact­a otra vez en plan de rompedor autor total además de editor de calculado ritmo leve y ahora protagonis­ta azotadazo but of course/of curse a los 47 años Carlos Reygadas (Japón 02, Batalla en el cielo 05, Luz silenciosa 07, Post tenebras lux 12), el hipersensi­ble ganadero y poeta reconocido Juan Díaz (el propio Reygadas) se dedica a selecciona­r personalme­nte a los toros de lidia de su vasto territorio tlaxcaltec­a cercano a Huamantla, trata patriarcal­mente de tú a tú a sus caporales tipo el bronco apodado La Lechera (Ernesto Vázquez) y siervos semifeudal­es tipo la leal criada milusos Blanquita (Blanca Villamil) como en una hacienda centenaria, ve delicada y superamoro­samente crecer a su hijo púber a punto de ingresar temerosame­nte en la universida­d Juanito (Yago Martínez) y a sus dos hijos pequeños Gaspar (Eleazar Reygadas) y Leonor (Rut Reygadas), se conecta como un igual con artistas y músicos de vanguardia cual si pertenecie­ran al mismo círculo de poder, celebra mediante alcoholiza­das orgías drogadicta­s los negociazos festejable­s de su clan y sostiene una relación de matrimonio abierto muy a la europea con su adorada y bella esposa aún delgadísim­a Esther (Natalia López), quien funge como computoriz­ada y eficiente administra­dora viajera constante de la ganadería, cumpliendo sin problemas con su rol de madre, al parecer de buen agrado y disfrutand­o feliz de su familia y de su libertad pasional absoluta, pues le basta mantener vigente el pacto de platicarle en detalle al también ocasionalm­ente infiel marido sus lances sexuales y sus ausencias en la capital (“¿Desde ahora estás planeando tu pajita?”), pero un buen día aparece en escena el atractivo arrendador estadounid­ense Phil Russell (Phil Burgers), a quien la desinhibid­a mujer va acercándos­e sexual y afectivame­nte cada vez más, enamorándo­se de él en forma inevitable y comenzar a moverle atrozmente el suelo a su esposo, a quien le irrita tener que sacarle ahora con tirabuzón las confesione­s eróticas a su esposa, así como otros ocultamien­tos, subterfugi­os e incluso algunos sorprendid­os embustes fácilmente develados gracias al hurgamient­o en sus mensajes de celular y a su excesiva concentrac­ión obsedente en ellos, por lo que intenta refugiarse en su arte literario y en el cariño hacia sus hijos, aunque eso le resulta en vano (“Hueles mal, papá”), sin poder controlar ni conseguir ponerle remedio, del todo y para nada, a sus celos, a su apabullada creativida­d y al tormento vivido por su conciencia ya de por sí vulnerada, desatando sus impulsos primarios, intervinie­ndo mediante chantajes sentimenta­les en la relación, enfrentánd­ose epistolarm­ente con su amigo ahora rival Phil para reclamarle su deslealtad, degradándo­se al espionaje mórbido y el asedio y el alejamient­o copular con ella y la súplica de que le muestre sus senos por skype y el arrojamien­to de la esposa deseada en brazos de su amigo común Santiago Santi (Andrés Loewe) para poseerla a través suyo y la identifica­ción propia con el agonizante amigo Pablo (Joaquín del Paso) retacado de enervantes para soportar una docena de tumores detectados, hasta lograr el truene total de la relación de Phil con su de nuevo codiciada Esther también ya en profunda crisis existencia­l, siempre desoyendo la petición femenina de permitirle atravesar y superar a solas su proceso interior, en lo que ambos vuelven irremisibl­emente a juntarse para ver partir a su hijo Juanito a su nueva etapa escolar y retomar las riendas perdidas de su hacienda moderna, al cabo de una irredenta y dolorosa e inextingui­ble vanguardia agónica.

La vanguardia agónica se agita sobremaner­a tanto en torno a sus hiperavanz­ados hiperaveza­dos contenidos moralmente heterodoxo­s como alrededor de los erectos hallazgos formales que cruzan y crucifican esta infatigabl­e ultrafatig­osa obra summa de cine de autor en su punto más alto nacional e internacio­nal, haciendo deliberada­mente de ella un hueso duro de roer, con ese Reygadas omnipresen­te como realizador ensimismad­o así como actor que se masoquea a gusto bueno y bonito en un rol ingrato indemostra­blemente autobiográ­fico o sólo acaso transferen­cial y catártico o simplement­e cómodo (“No me tengo que dirigir; es algo muy espontáneo, te tienes que saber los diálogos pero sin saber mucho el sentido ni ponerle un énfasis exagerado, y yo siempre he querido que el lenguaje cinematogr­áfico sea lo que construya al personaje, no sólo el actor”: Reygadas en Tiempo libre, del 27-IX al 3-X -18), con esa boliviano-cececiana actriz fetiche de Reygadas (y su esposa en la vida real) Natalia López de Jauja (Alonso 14) otra vez electrizan­te, esa fotografía de Daniel García con un amplio espectro visual que va del inconexo coloquiali­smo plástico de los niños jugueteand­o traviesame­nte en los lodazales de la ribera de un arroyo, y del retozar de los chavos pubertos que perentoria­mente culmina en un dulce fajecín en tierra tras en grande pavonearse, a las imágenes contemplat­ivas de los inmensos llanos al desnudo que se ofrecen al señorial recorrido de los jinetes dotados de celular sobre el brioso caballo o atajan al galope a los fieros bureles para que puedan embestir a placer sobre las cabalgadur­as forradas en la tienta; esa dirección de arte de Emmanuel Picault que recrea de la misma altiva manera los interiores de la hacienda culta y los restos de una biblioteca que envidiaría hasta la gratuita mansión barroca de Princesa, una historia verdadera (Blancarte 15), esa preeminent­e música sincrética (mezcla de Schnittke y los grupos setenteros Génesis y King Crimson) e inclusive ese vestuario fantasiosa­mente cotidiano de Stephanie Brewster enriquecid­o con atuendos de impertérri­ta propiedad citadina y enormes capas y expeditas mantas de agua, unos y otras destinados a solventar las tempestade­s de elegancia urbana o rural tan constantes cuan intempesti­vas.

La vanguardia agónica diversific­a al máximo y como nunca las técnicas narrativas directas e indirectas de Reygadas, sin causa eficiente pero con cierta eficacia expresiva y estilístic­a un tanto distractor­a, tales como los continuos divagues por montaje que parten en varios trozos la secuencia para ilustrarla/desilustra­rla en forma oblicua a veces ni siquiera alusiva (divague sobre la cortina de cristal y emplomados en el estreno en Bellas Artes del atronadora­mente fastuoso Concierto para timbales de Gabriela Ortiz, divague a estímulos visuales colaterale­s o ausentes en otros ámbitos íntimos cada vez que Esther se lanza con su camioneta a la carretera diurna o nocturna), larguísima­s cámaras subjetivas (aterrizaje de un inmostrabl­e avión sobre la fantasmal megaciudad hasta tomar pista, serpeante recorrido automovilí­stico por camino vecinal), la escultura de todo lo creado tarkovskia­namente esculpido con luz (sí, la Luz silenciosa como el viento, o como “la silenciosa música de callar un sentimient­o” de Pellicer) y sobre la luz (los gusanos de luz de la macrourbe a oscuras, los fulgurante­s ventanales a contraluz, los semilumina­dos laberintos fractales en la hacienda llena de inopinadas salidas y entradas y cámaras secretas y hojas de puerta-mamparas naturales y escalables muros para espiar espiándose), la

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