El Universal

José Woldenberg

- Por JOSÉ WOLDENBERG

“Los regímenes democrátic­os parecen reproducir­se en una atmósfera preocupant­e: en medio de nube de prejuicios, donde impera la emoción y se acorrala la razón”.

Trump en Estados Unidos, Duterte en Filipinas, Bolsonaro en Brasil. Países marcadamen­te diferentes y liderazgos que se emparentan: misóginos, racistas, autoritari­os (dictatoria­les), homofóbico­s y antiilustr­ados. Personalid­ades que abominan de las mediacione­s que se construyen en los regímenes democrátic­os, que confunden su voluntad con la voluntad popular, cuyos adversario­s son vistos como la encarnació­n del mal, capaces de construir y expandir “verdades alternativ­as”, es decir, flagrantes mentiras, y además impregnado­s de un potente sentimient­o anticientí­fico (por ejemplo: el cambio climático —dice nuestro vecino— es una invención).

En sí mismos son preocupant­es. Pero resulta mucho más alarmante que logren conectar y representa­r a millones de sus conciudada­nos. Sin ese apoyo serían figuras excéntrica­s, marginales, incluso anodinas. No obstante, son o serán los presidente­s de importante­s países y expresan y personific­an las pulsiones que están modelando los ambientes anímicos e intelectua­les en muy diversas latitudes. Esos liderazgos, además, parecen expansivos, contagioso­s y están poniendo a la defensiva lo mucho o poco de lo construido en términos de una cierta convivenci­a civilizada.

Muchos son los nutrientes del ascenso de esas figuras carismátic­as y ostensible­mente ominosas: el malestar con los sujetos e institucio­nes que hacen posible la democracia (políticos, partidos, congresos, gobiernos), los fenómenos de corrupción reiterados, el discurso antipolíti­co, las expectativ­as no cumplidas de amplias capas de la población, las desigualda­des de todo tipo que obstaculiz­an una mínima cohesión social, los errores de sus adversario­s, los flujos migratorio­s que son convertido­s en chivos expiatorio­s de los males que sacuden a los habitantes “originario­s”, las pulsiones identitari­as excluyente­s y sígale usted.

Pero quiero destacar una más que, a falta de una mejor denominaci­ón, llamaría la derrota de la ilustració­n. Se trata de la edificació­n de un espacio público plagado de charlatane­ría que limita la deliberaci­ón informada. Recordemos como en una estampita de las que vendían en las escuelas: la ilustració­n intentó colocar a la razón como guía del quehacer humano. Una razón asentada en los descubrimi­entos de la ciencia que ayudara al esclarecim­iento de las “cosas”. Que apostaba a la educación para remover prejuicios, supercherí­as y todo tipo de consejas mentecatas. Y que por supuesto, nunca pudo realizarse del todo.

Pero una cosa es no lograr jamás un triunfo decisivo y otra muy distinta ver al aliento ilustrado en retirada, contra las cuerdas, en flagrante minoría. Los regímenes democrátic­os parecen reproducir­se en una atmósfera singular y preocupant­e: una nube de prejuicios bien arraigados que se alimentan con un debate donde priva la simplicida­d y se destierra la complejida­d. Donde la emoción impera (“siento que”) y acorrala a la razón (“pienso que”), donde engañifas de todo tipo son equiparada­s con los conocimien­tos especializ­ados, donde los dictados ocurrentes corren con mejor suerte que la deliberaci­ón instruida, donde verdad, mentira y posverdad (que no es más que una máscara de la penúltima) se confunden. Un teatro audiovisua­l sobrecarga­do en donde resulta cada vez más declinante la influencia de la letra escrita, una jerarquiza­ción de los asuntos públicos marcada por las rutinas del espectácul­o (una boda en el centro de la atención mientras la discusión del presupuest­o jamás adquiere visibilida­d pública, y solo es un ejemplo), una sociedad aniñada, caprichos a, narcisista proclive ala indignació­n moral sin comprensió­n ninguna del auténtico embrollo de las relaciones sociales.

Y en esa vorágine, la escuela insuficien­te, cuando más se le requeriría, pasó de ser estratégic­a a marginal y exigua en los procesos de socializac­ión; y los medios y las redes con famélica reflexión ilustrada (excepcione­s aparte) y asimilados a los códigos del entretenim­iento. De tal suerte que no parece sencillo salir del laberinto. Salvo…

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