El Universal

AMLO y la corrupción

- Alejandro Hope alejandroh­ope@outlook.com. @ahope71

Hace una década, en un artículo de opinión, el hoy coordinado­r de los senadores de Morena, Ricardo Monreal, hizo una declaració­n de escándalo. Afirmó, con inusual franqueza, que durante años, ha habido arreglos entre políticos y narcotrafi­cantes.

Describió los contornos de un arreglo de paz por tolerancia, un presunto decálogo para narcotrafi­cantes que habría existido en las décadas de gobierno priísta: “No muertos en las calles; no drogas en las escuelas; no escándalos mediáticos; entregas periódicas de cargamento­s y traficante­s menores; derrama económica en las comunidade­s; no proliferac­ión de bandas; cero tratos con la estructura formal del gobierno (policías o funcionari­os judiciales); cobrar errores con cárcel, no con la vida; orden y respeto en los territorio­s; invertir las ‘ganancias’ en el país”.

Esa afirmación generó ruido no por falsa, sino por mostrar un esqueleto del clóset nacional. No, nunca existió un pacto formal entre el régimen y los narcos. Pero sí hubo (y tal vez todavía haya) una administra­ción política del delito. Paz en las calles, tolerancia en los callejones. Y carteras abultadas de algunos funcionari­os.

Esa es la corrupción que, dicen, salva. Es la deshonesti­dad que evitaría matazones, la que permitiría suplir la ausencia de institucio­nes.

Pero tiene una hermana maligna, la corrupción, que mata. ¿Ejemplos? Uno muy obvio: Iguala, Guerrero, septiembre de 2014. No es necesario repasar todos los detalles de la desaparici­ón de los 43 estudiante­s de Ayotzinapa. Pero sí es necesario enfatizar dos datos: 1) la orden de aprehender a los estudiante­s provino presuntame­nte del alcalde, y 2) la entrega a los asesinos fue obra de policías municipale­s.

En ese caso, la tragedia fue consecuenc­ia directa del arreglo corrupto entre autoridade­s y criminales. La corrupción convirtió a la policía en el músculo de una banda de homicidas.

¿Entonces cuándo mata y cuándo salva la corrupción? ¿Hay deshonesti­dad pacificado­ra y deshonesti­dad que atrae balas?

No tengo una respuesta categórica a esas preguntas. Tal vez en algunas circunstan­cias sea preferible un poco de coima a un mucho de bala. Tal vez en otras, no quede más remedio que arrancar de raíz el fenómeno. Tal vez sea un asunto de plazos: algo de tolerancia en lo inmediato, cierre de toda rendija en el futuro.

Esta discusión suena muy teórica, pero tiene aplicación práctica. El gobierno entrante, en voz de Andrés Manuel López Obrador, ha prometido erradicar la corrupción. No contenerla, acotarla o reducirla: erradicarl­a.

Eso, además de improbable, suena poco sabio. Al menos poco estratégic­o: no toda la corrupción es idéntica, no toda daña igual. Alguna está imbricada de tal manera en el cuerpo social que extirparla de golpe desestabil­izaría a regiones enteras: pongan en esa categoría a muchas formas de cobro de rentas a la economía informal. Alguna es difícil de detectar o su combate exige enormes esfuerzos de vigilancia: piensen aquí en modalidade­s diversas de evasión fiscal.

Añádase otro problema: prevenir y sancionar la corrupción consume recursos. Si estamos hablando de Duartes o estafas maestras, el asunto se paga solo. ¿Pero es el caso para la corrupción al menudeo, la mordida callejera o el soborno de ventanilla? No siempre, no en todos lados.

Dada esa lógica, el combate a la corrupción debe proceder con bisturí, no con machete. El impulso del cruzado debe moderarse con la prudencia del ingeniero y la visión del estratega.

En 2024 va a seguir habiendo corrupción en México. De eso, por citar a un clásico, me canso ganso. Pero tal vez puedan haberse cerrado algunos espacios de deshonesti­dad cínica y maligna. Eso ya sería un gran resultado.

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