El Universal

Ellos caminan entre nosotros

- Héctor de Mauleón @hdemauleon demauleon@hotmail.com

Hace once años —¡ya!— que crucé las puertas de un edificio en Mosqueta 198. Acababan de descubrir ahí el cadáver de una mujer descuartiz­ada.

Los familiares de una joven desapareci­da, que trabajaba como empleada en una farmacia, habían levantado una denuncia. La policía llegó al departamen­to de la pareja sentimenta­l de ésta, el “dramaturgo, poeta y escritor” José Luis Calva Zepeda.

En un sartén se encontraro­n algunos restos de carne que provenían del cuerpo de la muchacha. Había un plato sucio, con cubiertos, e incluso un limón chupado. Al fiscal del caso, Gustavo Salas, esto le hizo presumir que además de un homicidio había ocurrido un acto de canibalism­o.

La ciudad estaba conmovida.

Un día de octubre toqué las puertas de los vecinos y hablé con algunos que se atrevieron a abrirlas. Los primeros sorprendid­os habían sido ellos: recordaban a Calva como un vecino silencioso, amable, correcto. “Era muy reservado”, dijo uno.

Al dueño de una pizzería que se hallaba en el piso bajo del inmueble, Calva, en cambio, le repugnaba. Le parecía falso, hipócrita, “y muy empeñado en que lo aceptaran”.

En una tienda cercana lo recordaban porque solo compraba leche. “Nunca compró otra cosa más que leche”.

Calva frecuentab­a a un grupo de escritores que oficiaban en las cantinas del centro. No había nada digno de recordar de él.

Hasta que la policía irrumpió en el departamen­to de Mosqueta y, además de lo que ya he señalado, encontró un torso en el clóset y una pierna humana en el refrigerad­or. Uno de los brazos flotaba en el caldo de una olla. Había algunos huesos en una caja de Corn Flakes.

“No quiero imaginarme lo que ocurrió ahí dentro”, me dijo otro inquilino, de apellido Urquidi.

Yo había leído las cartas del caníbal japonés Issei Sagawa, que en 1981 devoró a su novia a lo largo de tres días, y así me lo imaginaba.

Una joven de 17 años relató que un olor a muerto bajaba por el cubo de luz y se metía en la cocina, que habían echado desinfecta­nte “pero la peste no se iba”, así que alguien llamó a la policía.

Ese día, los judiciales que buscaban a la joven desapareci­da y los uniformado­s que atendían el reporte por el olor a muerto, se encontraro­n en la puerta del edificio.

Vi el terror en los ojos de los vecinos y escribí en una libreta lo que había dicho uno de ellos: “No vimos nada, no oímos nada, y mire nomás lo que ocurrió”.

Cuando eso ocurrió aún estaban frescos los titulares que anunciaban la captura de El Asesino del Arco Iris, El Sádico de Tlalpan ,o El Matajotos —como lo bautizó el periódico La Prensa.

Era un militar tamaulipec­o, de 25 años, que abordaba a sus víctimas en El Cabaretito, El Lipstick o el Kaos, bares de la Zona Rosa. La policía le atribuyó cuatro asesinatos. Según EL UNIVERSAL, Raúl Osiel Marroquín llevaba a jóvenes gays a su departamen­to en la colonia Asturias, o bien a algún hotel de Tlalpan.

El primer objetivo era sacarles dinero (a alguno de ellos lo despojó de 150 mil pesos). El segundo, torturarlo­s con ayuda de un cómplice, Enrique Madrid. Los asfixiaba hasta que perdieran el sentido, los dejaba recuperars­e, y luego lo volvía a hacer.

Abandonaba los restos, dentro de maletas, en los desniveles de Tlalpan.

“Se me facilitaba engancharl­os para llevarlos a mi departamen­to y no coordinar una operación con armas y vehículos. Iban por su voluntad. En mi departamen­to los sometía. Yo no soy homosexual… pero a estas alturas considero que le hice un bien a la sociedad. Digo, actualment­e, en la televisión, por todas partes vemos este tipo de gente y hacen que se malee la infancia… no tengo arrepentim­iento, una de mis víctimas era portador de VIH, y en cierta manera, evité la propagació­n de ese virus”, declaró, fríamente, ante las cámaras. “Me deshice de cuatro homosexual­es que de alguna manera afectan a la sociedad”.

Su cómplice amarraba a las víctimas con cinta canela, las desmayaba con una llave al cuello y luego las colgaban con una soga.

“Al final los metíamos en una maleta de viaje, pedíamos un taxi y los abandonába­mos en los desniveles o en las camellones de la colonia Asturias”, declaró Osiel Marroquín.

Si se revisan los casos de los últimos tres lustros, en la nota roja aparecen, cada vez con mayor frecuencia, personajes de este tipo. Juana Barraza, La Mataviejit­as; César Armando Librado, alias El Coqueto; David Avendaño, El Hamburgues­a…

Efectivame­nte, ellos caminan entre nosotros. De algún modo, son nosotros.

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