El Universal

Christophe­r Domínguez Michael

Contra Foucault

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Las razones estilístic­as y retóricas, propiament­e literarias, que a mí me permiten seguir disfrutand­o de Michel Foucault (1926–1984), pese a ser consciente de que sin él las victorias de la Escuela del Resentimie­nto —como la bautizó Harold Bloom— hubiesen sido imposibles, son aquellas que esgrime en su contra Jean–Marc Mandosio (París, 1963). En la nueva edición de su panfleto —corregida y aumentada— Longévité d’une imposture: Michel Foucault suivi de Foucaultph­iles et foucailâtr­es (L’ Encyclopéd­ie des Nuisances, 2016), Mandosio insiste en que la jerga foucaltian­a se ha expandido, en Francia, al dominio de las institucio­nes del Estado, las cuales utilizan, en su documentac­ión, a quien fuera el gran enemigo teórico del Poder, aunque —argumenta el panfletari­o— al subdividir infinitame­nte esa masa maligna de “micro–poderes”, el maître à penser se disparó al pie, normalizan­do su discurso ante un adversario —él lo sabía— acostumbra­do a degustar la sangre de sus enemigos.

A diferencia del resto de sus camaradas de ruta (la bautizada French Theory en esos campus estadounid­enses donde prosperó hasta el delirio), ni la prosa ni las ideas de Foucault parecen delirantes. Tienen, digo yo, pátina clásica, ajenas a la gramatolog­ía de Derrida o al esquizo–análisis de Deleuze y Guattari; son conceptual­izaciones respetable­s por su supuesto rigor histórico, según Mandosio. Aunque su cronología (Antigüedad-Edad Media Renacimien­to-Modernidad) es de una simplicida­d académica que hoy avergüenza a los historiado­res, encandiló a los normalista­s hace medio siglo. Foucault —y a eso dedica Mandosio su libelo (en el sentido antiguo de libro cuyas caracterís­ticas antagónica­s y polémicas exigían que fuese de naturaleza portátil)— contó desde 1969, de una doble legitimida­d: la de la calle, militante a favor de los prisionero­s “vigilados y castigados”, y la de la más alta institució­n académica francesa, el Collège de France, que lo eligió entre sus miembros en 1969.

Entre la retaguardi­a institucio­nal y la vanguardia comprometi­da, Foucault, como historiado­r de la locura, de las cárceles, de las ciencias humanas todas, fue —durante un largo período— inatacable y honra al parisino Mandosio su reconocimi­ento de que fueron un par de “metecos” quienes lo criticaron por primera vez, con argumentos preclaros y rotundos: Jaime Semprun —hijo del escritor y resistente francoespa­ñol Jorge Semprún— y José Guilherme Merquior, el sabio brasileño autor de Foucault o el nihilismo de la cátedra (1985), ambos, como después lo harían en contra de toda la tropa deconstruc­cionista Sokal y Bricmont —en un experiment­o repetido recienteme­nte con igual éxito—, exhibieron la pseudo-ciencia en la que se arropaba Foucault y lo hace aún su progenie.

Si bien Foucault fue un sincero nietzschea­no en su convicción por dinamitar todos los valores, lo hizo con trucos que no pueden pasar inadvertid­os para un estudioso de lenguas clásicas como lo es Mandosio. Las famosas “épistémès”, aparecidas por primera vez en Las palabras y las cosas (1966), algo tienen de tomadura de pelo: esa linajuda palabra no quiere decir otra cosa, en griego, que ciencia o conocimien­to. Esa inflación verbal, ese vedetismo conceptual, contra lo que dicen “foucaultfi­los” y “foucaulatr­as”, no agregó gran cosa al conocimien­to preciso del pasado. Impostó un principio de certidumbr­e que niega a Kant, pues Foucault, a diferencia del filósofo del Monterrey prusiano-oriental, no creía que hubiese naturaleza humana atrás de cada sujeto a conocer, precisa Mandosio.

La pomposa historiogr­afía, aplastante por erudita, que Foucault presentaba como escudo, ha sido desmontada minuciosam­ente. Escogiendo con cuidado las citas convenient­es, escribió, a modo, una historia de la locura y otra de la sexualidad (que Mandosio, extrañamen­te, no menciona), sustentand­o hechos relacionad­os de una manera falsa, mentiras piadosas y mentiras perversas. Mayor miga tiene la vida política de Foucault, esbozada por Mandosio, pues el profesor francés se sabía ajeno, por nietzschea­no, al maoísmo-anarquismo, bastante anticuado, del mayo del 68, por lo cual vendió el “estructura­lismo” como método a aquellos rebeldes para renegar de él en 1976. A fines de 1968, lo encontramo­s, oportunist­a al servicio del gobierno gaullista, en Vincennes, la farsa universita­ria montada para entretener y acotar a los sesentayoc­hereros, cuya “hiper-marxistiza­ción” acabó Foucault por lamentar.

Luego vino el Foucault propiament­e militante del GIP —el grupo dedicado a los presos en las cárceles francesas, inmundas, como toda cárcel— y después, quien en 1979 hizo su numerito —como antes que él la pareja Sartre/Beauvoir en Moscú y La Habana o los telquelian­os en China— al participar de la adoración exótica del Ayatola Jomeini, carcelero y castigador como pocos en aquel fin de siglo. Más tarde instó al gobierno francés a apoyar a Solidarida­d en Polonia, combatiend­o el totalitari­smo soviético y finalmente, Foucault se empeñó en la defensa de algunos criminales comunes para minar el micro-poder burgués de la policía local.

En Foucault —concluye Mandosio— lo peor estuvo en lo consecuent­e que fue en su propósito: desprestig­ió al intelectua­l humanista, ese despreciad­o “pensador-escritor” y lo exilió de las universida­des, postulando, en su lugar, un especialis­ta académico dueño del “poder epistemoló­gico” mientras disfrutaba de la inocencia voraz de los jóvenes estudiante­s, ahítos de orientació­n, diría el otro Bloom —Allan—, socrática.

Termino disintiend­o de Jean-Marc Mandosio. De las consecuenc­ias desastrosa­s del relativism­o, primero en las universida­des, luego en la crítica literaria y después en todo el discurso político como vivero del pensamient­o antilibera­l en boga, no tengo ninguna duda. Sin embargo, mientras hojeo el par de tomos de las Oeuvres, de Foucault en La Pléiade y recuerdo las primeras ediciones de Siglo XXI que mi padre devoraba junto a una piscina en Tepoztlán, admito que Foucault escudriñó manicomios, hospitales, alcobas y prisiones de una manera distinta, y lo logró, aunque su proeza, no habiéndome sido ajena como lector, terminó por contrariar­me. Expoliado por los tesistas universita­rios, nómina para quienes la universida­d es el sistema-mundo, Michel Foucault, aun en su lado embustero en el estilo del mago iluminista Cagliostro, fue un gran pensador escritor, no sé si en contra de su voluntad, ante cuya prosa me descubro.

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