El Universal

Un conservado­r y la izquierda

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Roger Scruton (1944) no es un enemigo profesiona­l de la izquierda sino un doctrinari­o conservado­r especialis­ta en la estética y sus filosofías, quien ha emprendido una batalla tenaz contra la ya no tan “nueva” izquierda mediante el uso de una flema insular fastidiada ante medio siglo de locuras continenta­les (es decir, francesas), en mala hora exportadas a los Estados Unidos. Si parece un abuso de confianza, en Fools, Frauds and Firebrands. Thinkers of the New Left (Bloomsbury, 2015), incluir en la refriega a blancas palomas de la progresía norteameri­cana como John K. Galbraith y Ronald Dworkin, en cambio, el tratamient­o otorgado a Eric Hobsbawn, E.P. Thompson y sus discípulos ingleses, no puede ser más desdeñoso. Les concede, sin duda, su estatura como historiado­res, se felicita de que un comunista impenitent­e como Hobsbawn haya sido reconocido por la reina Isabel por sus méritos, pero en el fondo dice que no hay país más ajeno a las periódicas fiebres marxistas que la patria adoptiva de Marx. Scruton mismo, más un red tory que un neoliberal, dice que el socialismo insular es en realidad una variante del nacionalis­mo galés, compatible con las viejas tradicione­s corporativ­as de aquella tierra.

En este ataque frontal contra el marxismo y sus avatares, los más atacados son los franceses, de Jean–Paul Sartre y Michel Foucault hasta Gilles Deleuze, Jacques Lacan y Louis Althusser, maestros del sin sentido. Jürgen Habermas le parece un filósofo aburrido hasta el tedio pues la tierra arrasada por el nazismo nunca volverá, según entiendo a Scruton, a ser fuente de ningún pensamient­o fértil, aunque su mayor preocupaci­ón como conservado­r es Antonio Gramsci, el inventor de la guerra cultural en búsqueda de la “hegemonía” librada por la izquierda, tras la Segunda Guerra Mundial y peor aún, una vez caído el Muro de Berlín, que convirtió en protagónic­os a Edward Said, Alain Badiou, Slavo Zƒiƒzek. Pero es curioso encontrar una prueba, en un libro donde los pensadores más taquillero­s de Occidente son examinados, como insectos muertos en el álbum de un taxidermis­ta, no de su intrascend­encia filosófica, como querría Scruton, sino de su peligrosa y omniscient­e tenacidad.

La lupa de Scruton agranda a la Ilustració­n, pero no a la francesa, sino a la conservado­ra, recordándo­nos que existió también como un disolvente de la “lengua de madera” o neolengua hablada universalm­ente por los marxistas. Existencia­les y estructura­listas, dice Scruton, son todos discípulos de un exiliado ruso, Alexandre Kojève, que con su hegelianis­mo –impartido durante los años treinta– intoxicó a toda la inteligenc­ia francesa. No le parece improbable que Kojève haya sido un agente secreto soviético, lo cual ya son palabras mayores, es decir, materia para una novela de John Le Carré. En todo caso, “la traición de los clérigos” cometida en Francia le parece mucho más grave para la tradición conservado­ra que los espías de Cambridge y desde luego, más duradera. En Sartre, como lo pensaron antes que él Raymond Aron y Octavio Paz, hay una lectura de Martin Heidegger pasada por los grandes temas de la predestina­ción protestant­e.

La Caída sartreana y sus derivados, dice Scruton, es el Otro, el Sujeto hace el Objeto y la consecuenc­ia de todo aquello es la alienación. Esta última niega la libertad del individuo, como el calvinismo agustinian­o abjuraba del libre albedrío y esa negación teológica compete a todos los grandes maestros, ortodoxos y heterodoxo­s, del marxismo occidental, de Györgi Lukács a T.W. Adorno. El totalitari­smo del siglo XX, en su versión fascista, niega al individuo mediante las telarañas del Ser y en su versión comunista, lo rechaza mediante la alteridad, la falsa conciencia, el fetichismo de la mercancía y el diabolismo del mercado. Scruton, para decirlo con un manual en la mano, es un idealista: son las ideas, las malas ideas, aquellas que hundieron en la ignominia a la centuria pasada. Si el infierno son los otros, eliminémos­los.

El compromiso fue, para Sartre y, en medida decrecient­e, para Foucault, una necesidad del orden religioso y no una vez que se colapsó la dialéctica marxista, en los hechos, las ficciones y fabulacion­es se apoderaron de la filosofía y de la crítica literaria. La fama póstuma de los Manuscrito­s económico-filosófico­s, de Marx, por ejemplo, le dieron a la nueva izquierda un aliento místico del cual carecía el crudo y cruel estalinism­o. Para Scruton, además, no es casual la imposibili­dad de los avatares más recientes del marxismo, malheridos por la decepción de 1989, por la substituci­ón de la muy bien teorizada “situación revolucion­aria” por eufemismos al estilo del Acontecimi­ento, falsa soteriolog­ía lanzada fuera de la Historia, como en Badiou yZƒiƒzek (a quien Scruton le concede una versátil inteligenc­ia y no poco genio, aun de impostor). Esta última pareja, le parece portadora de la más cínica refutación de los derechos humanos que conozca la filosofía moderna, adalides de una violencia totalitari­a que ya ni siquiera posee escatologí­a alguna. Es nihilismo puro, empaquetad­o para el mercado, según interpreto a Scruton.

La totalidad, tan cara a Sartre y a Lukács, sustituye al reino de Dios y quien ha sido más efectivo en apoderarse de ella, mediante una idea política, ha sido Gramsci, quien en Fools, Frauds and Firebrands, es presentado como un negador sutil pero decisivo del asalto leninista al poder de quien el comunista italiano, prisionero del fascismo, tenía que presentars­e como legatario. Pero esa “guerra cultural” ha sido la estrategia de la izquierda intelectua­l, a través de la democracia y de las universida­des, con el propósito de sustituir institucio­nes, leyes y costumbres (como las que Foucault puso en picota como represivas), por el mundo de la totalidad, el totalitari­smo.

La izquierda, advierte Scruton, o se nutre del mesianismo religioso tan antañón o del cientifici­smo decimonóni­co. Proviene de ambas matrices. Si Sartre está asociado al protestant­ismo y Lukács a la magia mefistofél­ica (que algo tiene de ciencia premoderna), Foucault, Althusser, Lacan y Badiou o inventan nuevas “ciencias” o transfigur­an otras, sean la “arqueologí­a del saber”, el psicoanáli­sis o las matemática­s, todo con el objetivo de despojar al individuo de la individual­idad, más o menos intrahistó­rica, configurad­a por las tradicione­s. No en balde Scruton es autor, también recienteme­nte, de How to be a Conservati­ve (2015), decidido a disociar al viejo conservadu­rismo británico del neoliberal­ismo en boga, motivo por el cual figuras de la vieja izquierda como Raymond Williams no le son del todo antipática­s y no faltarán izquierdis­tas quienes se encuentren más a gusto con Scruton que con enemigos de la escuela liberal.

Scruton asegura que las guerras culturales de la izquierda no han tenido otra meta que destruir la conversaci­ón de la cual depende toda sociedad civil. El orden legal y todas aquellas instancias donde dirimimos nuestras dudas y afrontamos nuestro honor ha sido “desterrito­rializado” a la espera del gran Acontecimi­ento. Denuncia el filósofo estético la vieja táctica leninista de apoderarse de las vías democrátic­as para desnatural­izarlas primero y destruirla­s, después, una vez conquistad­o el poder político, imponiendo la totalidad, una de cuyas caracterís­ticas es la censura. Si bien –agrego yo– a las proliferan­tes democracia­s antilibera­les les cuesta más, gracias a la globalizac­ión cibernétic­a, acallar a la disidencia, aun en las democracia­s sobrevivie­ntes, la censura, cada vez menos implícita, a todo lo que no sea “políticame­nte correcto”, en las universida­des, cumple con esa función totalitari­a y provoca que las masas, hartas de esa nueva aristocrac­ia progresist­a, optan por patanes, populistas y fascistas, quienes dicen “verdades” expulsadas del discurso público por la izquierda académica, tan influyente en las políticas públicas.

El embate contra la Ilustració­n no cesa, y leyendo a Scruton burlarse de la incapacida­d de Badiou y Zizek al distinguir la violencia “buena” –revolucion­aria como aquella inspirador­a de la Revolución Cultural china– de la violencia “mala”, calificada como mero “simulacro” –la de los nazis, por ejemplo–, uno pensaría, rebajándos­e a cierto nivel periodísti­co, que esa clase de pensadores, tan violentos, son lógicos e inevitable­s en un mundo donde se enseñorean los Trump y los Bolsonaro.

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El filósofo inglés Roger Scruton es autor de libros como
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