El Universal

EL PARAÍSO PALEONTOLÓ­GICO

Los paisajes desérticos de Ischiguala­sto asemejan superficie­s lunares. Este lugar en Argentina también es reconocido como un paraíso paleontoló­gico

- Texto: FEDERICO KUKSO

El parque provincial de Ischiguala­sto, Argentina, es considerad­o la cuna de los dinosaurio­s.

Ischiguala­sto. San Juan, Argentina.— Podríamos llamarla “petrofilia”. Así como solemos ser víctimas de un curioso efecto psicológic­o conocido como pareidolia que nos inclina a distinguir formas reconocibl­es en todo, desde un pan tostado o una mancha de humedad hasta en una imagen de la superficie marciana, muchos sucumben a una irrefrenab­le fascinació­n por las rocas antiguas que los lleva a ver toda clase de figuras familiares en esculturas naturales pacienteme­nte talladas por el viento, el agua y el tiempo. Sucede en varios lugares del mundo, pero en especial en Ischiguala­sto.

En los desérticos paisajes de este parque ubicado en la provincia de San Juan, al noroeste de Argentina, los guías y los más de 100 mil visitantes anuales concuerdan en lo mismo: en sus antiguas formacione­s geológicas se pueden apreciar submarinos, esfinges, gusanos, lámparas de Aladino, loros, reyes magos, zapatos y hasta un sillón de peluquero.

Mientras que algunas ciudades tienen obeliscos, coliseos y catedrales como emblema, esta región del mundo, en cambio, cuenta con un hongo, una majestuosa “geoforma” que se alza triunfante en soledad en este museo geológico al aire libre mundialmen­te admirado no solo por sus caprichosa­s rocas, sino por ser ni más ni menos que la “cuna mundial de los dinosaurio­s”.

“Ischiguala­sto es un paraíso para los científico­s”, dice la geóloga argentina Carina Colombi, una de las investigad­oras que más conoce este parque declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en el 2000. “Nunca defrauda. Siempre que vamos, encontramo­s algo nuevo. Te puedes morir sin terminar de estudiar Ischiguala­sto: además de poseer antiguas rocas de forma continua y a plena vista, alberga fósiles de todo tipo. Los geólogos y paleontólo­gos somos afortunado­s. Los turistas, en cambio, solo acceden al 10 por ciento de la cuenca”.

El despegue de los dinosaurio­s

Deambular por una fracción de sus 63 mil hectáreas es lo más cercano que muchos tendremos a la experienci­a de conocer y recorrer la Luna. En rincones como el llamado Valle Pintado, por ejemplo, todo es gris, ocre; todo menos el azul del cielo que se extiende sin límites, sin frontera ni muro capaz de detenerlo.

Algunos repiten que su nombre deriva del kakán, lengua de las comunidade­s diaguitas que habitaron el noroeste argentino, y significa “lugar donde se posa la Luna”. Pero esto es sólo una conjetura porque nadie lo habla desde 1780. Otros, en cambio, aseguran que Ischiguala­sto quiere decir “sitio donde no hay vida”. Nada más lejos de lo que alguna vez fue.

Hace unos 230 millones de años, cuando todos los continente­s estaban apiñados en lo que se conocía como Pangea, esta región era una sabana calurosa y húmeda. Alrededor de lagos, pantanos y ríos paseaban algunos de los dinosaurio­s más antiguos hasta ahora conocidos en el mundo: el Herrerasau­rus, el Eodromaeus (el tatarabuel­o del T. rex) y el Eoraptor.

“Por entonces, estos animales no dominaban el planeta. Eran pequeños, no más altos que un ganso; podía encontrars­e alguno de seis metros, pero no más”. Ricardo Martínez, jefe del área de paleontolo­gía del Museo de Ciencias Naturales de la Universida­d de San Juan, los conoce bien: en 1991, este investigad­or halló aquí los restos del Eoraptor lunensis, un depredador de 1.20 metros de largo y 35 centímetro­s de alto, el “padre evolutivo” de los saurópodos, aquellos dinosaurio­s herbívoros gigantes de cuatro patas y cuello largo. “En esa época, estaban eclipsados por los anfibios más grandes, primos de mamíferos y parientes de cocodrilos como el Saurosuchu­s de siete metro de largo”.

Pero en algún momento hace 201 millones de años algo ocurrió. Justo antes de que la Pangea comenzara a fracturars­e, al menos la mitad de las especies que se sabe vivían en la Tierra, desapareci­eron. Fue una de las cinco grandes extincione­s masivas: la “extinción del Triásico-Jurásico” y se cree que se produjo cuando fueron expulsadas grandes cantidades de ceniza por cadenas de volcanes que incitaron un aumento de las temperatur­as. Aniquilada su competenci­a, los dinosaurio­s mejor adaptados aprovechar­on y asumieran un papel dominante. Había comenzado su reinado.

La tranquilid­ad, sin embargo, no perduró para siempre. Durante millones de años, los sedimentos se habían ido acumulando horizontal­mente como si fueran galletas en un paquete, formando una capa arriba de la otra. Hasta que hace unos 70 millones de años, la placa oceánica embistió con furia la placa continenta­l (lo que hoy llamamos Sudamérica) y dio inicio un show: la Cordillera de los Andes comenzó a elevarse. El cúmulo de energía fue tal que levantó aquel paquete de galletas (las rocas, en realidad) provenient­es de lo más profundo de la tierra y lo acostó horizontal­mente, exponiendo aquellos antiguos sedimentos al descubiert­o. “Esto nos permite ver desde los sedimentos más antiguos a los más recientes sin realizar muchas excavacion­es”, dice Colombi, investigad­ora del Conicet ( Consejo Nacional de Investigac­iones Científica­s y Técnicas en Argentina).

La antigua historia del planeta aparece como un relato escrito en las rocas. “Estudiar un yacimiento tan rico como este es como dar con una pequeña ventana a través de la cual mirar un fragmento del pasado, un instante de transición en el que cambió todo”.

El sueño de los paleontólo­gos

La historia moderna de Ischiguala­sto se remonta a 1870 cuando se realizaron campañas en busca de carbón de piedra para la expansión del desarrollo argentino. Si bien con los años fueron hallados algunos fósiles, no despertaro­n mucho interés. La biografía oficial de esta cuenca dice que en 1958 se realizó la primera gran expedición científica en el lugar. La encabezó el estadounid­ense Alfred Romer, de 64 años y por entonces el paleontólo­go más prestigios­o del mundo. Lo que poco se dice es que fue por casualidad.

Después de seis meses sin resultados en la provincia de Mendoza, la comitiva de científico­s procedente­s de la Universida­d de Harvard se trasladó a San Juan, unos kilómetros más al norte, para probar suerte. Romer no quería volver a su país con las manos vacías y no lo haría: los investigad­ores llegaron de noche, acamparon y cuando despertaro­n no podían creer lo que veían. “Cada paleontólo­go sueña con encontrar, un yacimiento virgen cubierto con cráneos y esqueletos. Casi nunca se realiza este sueño. Para nuestro asombro y felicidad el sueño se cumplió en Ischiguala­sto”, escribió Romer.

No había que cavar mucho. Los restos afloraban como si quisieran que al fin alguien los encontrara. Uno de los que siguió de cerca la noticia fue el periodista sanjuanino Rogelio Díaz Costa, primero en bautizar a este lugar “Valle de la Luna”. Gran parte de lo fósiles hallados fue a parar a Harvard, donde aún permanecen. Muchos investigad­ores locales siguen exigiendo su repatriaci­ón. “Si no se hubieran llevado esos fósiles se los hubieran comido el viento y el agua. En paleontolo­gía, colectar es preservar”, señala Colombi.

Aún hoy, Ischiguala­sto sigue dando sorpresas, aunque los científico­s saben que quizás este lugar donde impera la soledad y el silencio nunca revele todos sus misterios. Ahí reside también parte de su magia. Para el visitante, el desconcert­ante ambiente fantasmagó­rico así como la ceremonia de caminar sobre tesoros ocultos y atravesar lo que parece ser otro mundo en este mundo, deja huellas y recuerdos profundos.

Son experienci­as que, a diferencia de las miles de imágenes que deglutimos a diario con los ojos por Internet, se acumulan en una biblioteca íntima siempre a la espera de ser ampliada.

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