Una joya policial y un tirano de altura
Museo, de Alonso Ruizpalacios y Colette: liberación y deseo son filmes narrados con brillantez
Desde 1824, cuando el presidente Guadalupe Victoria fundó el Museo Nacional de Antropología e Historia, éste ha sufrido dos robos. En 1959, en su ubicación en la calle de Moneda, un hombre intentó extraer una pieza envolviéndola en una cobija: fingió que traía un bebé. El otro sucedió en su sede actual el 25 de diciembre de 1985. Ese día Carlos Perches y Ramón Sardina, estudiantes de veterinaria, hurtaron 124 piezas. Sin saber qué hacer, las escondieron en un clóset de la casa de uno de ellos en Ciudad Satélite. En 1989, a consecuencia de la confesión de un narcotraficante, Perches fue detenido en posesión de 111 piezas. Dos restantes las cambió por cocaína; siete las tenía Sardina, y con ellas desapareció para siempre. Las otras cuatro se declararon perdidas. Perches fue encarcelado junto con seis encubridores del robo, incluida una popular vedette argentina. Al ser liberado años más tarde lo asesinaron.
Esta historia la investigó el productor y guionista Manuel Alcalá para Museo (2018), segundo filme de Alonso Ruizpalacios, donde cuenta cómo Juan (Gael García Bernal) y Wilson (Leonardo Ortizgris) cometen el infame robo del siglo.
Ruizpalacios hace una joya policial, narrándola desde el punto de vista de criminales que parecen no comprender qué hacen y por qué. La reinterpretación del robo no se aparta de lo realmente sucedido. El argumento sorprende por su sencillo concepto. La escena donde se describe el asalto, por ejemplo, pensada como ejercicio de tensión, es excelente: deja sin aliento al espectador explicando increíbles detalles y lo inútil del resultado, igual al de las cintas clásicas El tesoro de la Sierra Madre
(John Huston) y Casta de malditos (Stanley Kubrick).
Museo es una inspirada producción, narrada con brillantez, que está entre las mejores del cine mexicano de años recientes.
Esta otra historia también merecía ser contada: la vida de Sidonie-Gabrielle Colette (18731954), autora que para su mala fortuna pasó de moda, resurge con fuerza en Colette: liberación
y deseo (2018), cuarto filme
—tras el exitoso Siempre Alice (2014)—, de Wash Westmoreland, aunque primero sin su codirector Richard Glatzer, muerto hace tres años, pero con libreto póstumo de éste.
Colette (Keira Knightley, sensacional) tras casarse con el pícaro Willy, alias de Henry Gauthier-Villars (Dominic West, deslumbrante), demuestra tener un mundo interno bastante rico del que éste se aprovecha, obligándola a convertirlo en novelas que sólo él, cínico, firma. Ante el éxito robado, Colette se rebela. Con esto Westmoreland hace la crónica de cómo la escritora se emancipa sin medir consecuencias.
Westmoreland dirige con ligereza el vigente desafío de Colette, y del personaje de sus novelas, Claudine: cómo ejercer la libertad sexual, económica y creativa. Confirma así una sensibilidad exquisita que no pierde de vista la psicología de los personajes, y el buen gusto para transformar las divertidas atmósferas, los brillantes diálogos, las descripciones precisas de la obra de Colette en escenas contundentes.
Alfred Hitchcock dijo que una buena cinta debe tener un villano a la altura. Lo confirma Willy: abusó del talento ajeno, no sólo de Colette sino de otros escritores. Es un villano contradictorio, un patán abusivo, un pillo despiadado, un libertino profundamente humano. La humanidad de Willy (gracias a West) conmueve. Colette: liberación y deseo lo muestra vital, sin concesiones. La película, deliciosa, es un justo homenaje a Colette y su literatura. •