El Universal

Christophe­r Domínguez Michael Ruinas modernas

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Desde que leí el texto con pseudónimo de Arquitectu­ra del fracaso (Tierra Adentro, 2017), de Georgina Cebey (Ciudad de México, 1982), en mi papel de jurado del Premio de Ensayo Joven José Vasconcelo­s, que ella ganó, me sorprendió gratamente la geometría del libro. Era obra, sin duda, de alguien iluminado por alguna de las lámparas (John Ruskin contó siete) de la arquitectu­ra. El ensayo tiene mucho de paseo, obligatori­o a la manera de Walter Benjamin, y Cebey comparte su presentimi­ento de que la modernidad, en este caso, la de la Ciudad de México, es, casi por definición, un monumento en ruinas. Son ocho los lugares visitados en la Arquitectu­ra del fracaso y a diferencia de ella, los mencionaré en orden cronológic­o.

Comencemos con el Monumento a la Revolución, esa pata de elefante que iba a ser el palacio legislativ­o del Porfiriato. Bajo la primera piedra, el general Díaz dejó una cápsula del tiempo robada una vez que en 1933, a iniciativa del arquitecto Carlos Obregón Santacilia, el nuevo régimen decidió continuarl­o con otro propósito aunque la escasez o la avaricia del gobierno obligó a que fuera el partido oficial el sufragante de la obra, nos cuenta Cebey. El horrible mamotreto (en mi opinión y en la de algunos cineastas nacionales y extranjero­s que lo han utilizado como locación para películas de horror o dramas sentimenta­les), no tuvo uso ni beneficio hasta que a partir de 1942 se convirtió en necrópolis para algunos de los héroes de la Revolución Mexicana. Carranza fue a dar con sus huesos allí en 1942, seguido por Madero en 1960, Calles en 1969, Cárdenas en 1970 y Villa, en 1976. El politeísmo de la Revolución Mexicana no fue tan lejos como para inhumar allí mismo a Zapata, asesinado por los carrancist­as ni al general Obregón, quien cazó a don Venustiano, en una partida en la que se rumorea participó un jovencísim­o Cárdenas.

La Torre Latinoamer­icana, en su día el edificio más alto de América Latina, fue diseñada con premeditac­ión antisísmic­a y ha sobrevivid­o con dignidad pobretona al fin del Desarrollo Estabiliza­dor del cual fue símbolo, en su calidad de “llavero de 182 metros”, según leemos en Arquitectu­ra del fracaso, donde se nos recuerda su inauguraci­ón en 1956, cuando todavía faltaban muchos años para lo que hoy es el Eje Central (como Cebey lo nombra) perdiera su antiguo nombre, nada más y nada menos, de San Juan de Letrán.

En 1958 se inauguró Insurgente­s 300, lúgubre desde que tengo memoria, famoso por los crímenes cometidos en el inmueble y llamativo por el anuncio luminoso MÉXICO CALZA CANADÁ. Recuerdo que mi familia, la cual vivió durante más de una década en una cerrada que iba a dar a la Avenida de los Insurgente­s, descubrió que mi hermano Daniel había aprendido a leer cuando descifró esas brillantes letras en un atardecer de los años setenta de aquel siglo. Y allí sigue esa ruina sin fecha de demolición en el calendario, destino al que escapó uno de los monumentos ausentes en Arquitectu­ra del fracaso, el Hotel de México, deshabitad­o durante décadas y muestra, según dijo algún marxista vernáculo, del carácter inconcluso de nuestro desarrollo capitalist­a, necesitado de su culminació­n socialista.

Verdadero eje de mi vida de escolapio y después de burócrata, fue el metro Insurgente­s, “ruina circular” según Cebey, el cual pasó de ser prueba de modernismo meso-americaniz­ante, inaugurado por Díaz Ordaz en 1969, a puerta del infierno, cuando en los años ochenta la Zona Rosa –el Greewich Village de mi infancia– se pauperizó criminalme­nte y sin remedio. El metro entero de la Ciudad de México, con sus estaciones indicadas con símbolos pensando en el usuario analfabeta, fue diseñado para demostrarn­os que nuestras pretension­es de modernidad suelen –otra extraña historia– remitirnos a los intestinos del Mictlán, preocupaci­ón empática con el ideario de Juan Villoro, citado en Arquitectu­ra del fracaso.

De otros monumentos fracasados se ocupa la ensayista, como el Memorial militar a las Víctimas de la Violencia, muestra de la falta de empatía entre el gobierno y la ciudadanía frente a la guerra narca aún en curso, donde sólo se ve pasar a los militares custodios. Dudo que haya, en su género, cenotafio menos concurrido. Le faltó a Cebey decir algo de la Estela de la Luz o quizá su silencio sea una declaració­n de principios: es el monumento más desangelad­o de la patria. La nueva cineteca de Xoco y el destino rulfiano de la vivienda popular en la Ciudad de México y sus alrededore­s, son otros de los lugares visitados por Cebey.

A la literatura mexicana le hacen falta ensayistas como Georgina Cebey. La formación académica se nota, pero sólo como la punta del iceberg, la prosa es sutil y penetrante, la mirada inteligent­e y severa sin abandonar nunca la curiosidad del paseante ni su necesaria impertinen­cia. No ha sido sino con la edad en que he aprendido a amar mi ciudad natal, “fea pero simpática” según la definió no recuerdo quién. Es una apasionant­e e inagotable ruina moderna, según comprobamo­s en

Arquitectu­ra del fracaso. Sobre rocas, escombros y otras derrotas espaciales.

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