Un filme digno y uno sin sustancia
Disney actualiza el clásico cuento de hadas de El cascanueces con animación y acción física
La fortaleza del estudio Disney es la animación. Hoy, ante los avances de ésta, es difícil proponer novedades. Pero Disney confirma que está a la vanguardia con El Cascanueces y los cuatro reinos
(2018), filme que mezcla acción física y animación, dirigido en gran parte por el brillante Lasse Hallström y concluido por el hábil Joe Johnston. Se basa en el relato de E. T. A. Hoffman, inspiración del popular ballet de Marius Petipa y P. I. Chaikovski, aunque mal llevado a la pantalla en ocasiones previas.
Cuenta cómo Clara (Mackenzie Foy, tiernísima), busca la llave para el regalo dado por su mamá. Gracias a la magia del padrino Drosselmeyer (Morgan Freeman, espléndido), visita un mundo paralelo, donde hay cuatro reinos. Ahí le reconocen su calidad de princesa. Con ayuda del hada Ciruela (Keira Knightley, irreconocible) y del encantador soldado Phillip (Jayden Fowora-Knight), enfrenta a la tirana Madre Jengibre (Helen Mirren).
Hallström & Johnson hacen un juguete visual con escenografía y vestuario (responsabilidad de Guy Hendrix Dyas y Jenny Beavan) similares a muñecos de madera y teatros barrocos. Es un homenaje al estilo de los siglos XVII y XVIII. La elaborada propuesta fílmica es presentada como ballet donde la cámara de Linus Sandgren se mueve armónicamente, logrando así que cada elemento del libreto cobre vida para que el espectador pase de sorpresa en sorpresa. Los detalles muestran un lujo poco visto en tiempos recientes. Imaginando una matinée llena de nostalgia, Disney acierta en la afortunada actualización del fantástico cuento de hadas de
Hoffman. Y al reinterpretarlo (gracias al elegante guión de Ashleigh Powell) consigue que éste tenga, por fin, una adaptación cinematográfica digna.
“Lo único más extraordinario que la música de Queen es la vida de Freddie Mercury”, es el (mentiroso) lema de la cinta, Bohemian Rhapsody: la historia de
Freddie Mercury (2018), acreditada a Bryan Singer (el de X-Men), aunque concluida por Dexter Fletcher —tras su exitosa biografía irónica Volando alto (2015) y previo al proyecto sobre Elton John, Rocketman (2019)—, quien la retomó cuando el primero fue despedido por extraño comportamiento: de plano se ausentó quedando pocos días de rodaje. Éste fue uno de múltiples problemas sufridos por la producción. Se nota en el resultado.
La historia de Mercury (Rami Malek, extraordinario; entre lo poco valioso de la película), se reduce a una intimidad dizque épica, donde los excesos del rock’n’roll pudorosamente se velan. Cuenta algo rutinario, demasiado visto en cintas similares: cómo Mercury conoce al grupo y logra éxito & fama.
Bautizado Farrokh Bulsara en Zanzíbar, la actual Tanzania, Mercury poseyó una singular tesitura vocal, de amplio rango. La película destaca esto y su talento para componer y ser estrella. Murió en 1991 a los 45 años de edad a consecuencia del sida. El retrato que queda es el de un extravagante intérprete al interior de una video-sinfonola.
Además, se pretende ocultar la compleja identidad sexual gay de Mercury amplificando la relación con Mary (Lucy Boynton), en plan de fiel novia y admiradora. El poco espectáculo restante está en el legendario concierto Live Aid (1985), artificialmente reconstruido cual escena sobrante de Operación Valquiria (2008, Singer). El filme es una fachada hueca, sin sustancia; parece publicidad para vender la nueva antología de los conocidos éxitos musicales. Decepcionará incluso a los admiradores del grupo. Porque le falta alma y emoción.